domingo, 30 de junio de 2019

13 Poesía y temblor






De tus raíces manan cantos.
Efrén Rodríguez


El diecinueve de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco el sol salió de forma esplendorosa; pero antes de las siete de la mañana hacía frío. Salimos a la calle de terracería, que daba a una cerca de alambre de púas y piedras, y, más allá: se miraba un campo labrantío, los árboles y las faldas del Volcán de Fuego. 



Como pasábamos hambres, creímos entonces que nos habíamos mareado, pero en realidad comenzaba uno de los terremotos más graves de los últimos tiempos. Después, cuando se reanudaron las comunicaciones, supimos que el temblor había afectado a la Ciudad de México, Zapotlán y Colima. El camino vecinal era, en todo caso, de Villa de Álvarez, donde en ese momento vivía. Salía para ir a trabajar a la ciudad, pero nos quedamos, mi amigo Abel Ramírez y yo, en el vaivén de la tierra en temblor.

Llegué a Colima para estudiar artes plásticas, pero pronto me subí a otro barco y fui a un taller de literatura a la Casa de la Cultura que impartía el poeta Efrén Rodríguez.

Con el tiempo descubrí que el arte de la pintura y la poesía es uno y el mismo, pese a que los elementos y el lenguaje parecen distintos por sus herramientas, son iguales: son el canto y el elogio a la vida unificados por un lenguaje, una sintaxis, una escritura. Distintos sus materiales, son harina del mismo costal.

La poesía y la pintura son texturas que describen el espíritu de las cosas y el ser. Son síntesis. Visuales como son, son artes que manejan lo simbólico y, por tanto, aunque parecen distintas, se deben leer, mirarse y escucharse. Son espíritu humano.

Aunque desde Zapotlán ya pergeñaba poemas y pintaba, fue en el taller de Efrén que mi vocación de poeta se definió, se abrió y se volvió parte de mi vida. Hay que decirlo: los pintores y los poetas pertenecen a la misma estirpe: la de los soñadores despiertos, los sonámbulos críticos. Los visionarios y videntes.

Como en el taller de Efrén Rodríguez me sentí en familia, me uní a esa hermandad que no encontré en los espacios de los pintores, sin embargo —me adelanto a decirlo—: como poeta trabajo como esos artistas que van al campo y miran y sienten; perciben y se abren a los lenguajes del universo y no hacen sino describir la vida.

De paso lo digo: la ciudad de Colima y Zapotlán son una misma entidad geográfica, es decir, pertenecen a una región definida que, incluso, en actitud y vocablos muy particulares son hermanos de sangre. Y Efrén, puedo decirlo, es mi familiar mayor. Y su trato es —y fue— de ese modo.

Efrén Rodríguez es un colimote de cepa (pero nació en San José del Carmen, en Jalisco), y alguna vez se fue a estudiar letras a la UNAM, allá encontró a nuestro padre literario. Su relación con Arreola nos vincula en grado extremo.

En la Ciudad de México Efrén escuchó otras palabras y miró otros paisajes muy distintos a los de nuestra tierra. Y encuentro en sus primeros poemas, que están reunidos en su libro Nuevas fundaciones (UNAM, 1986), ecos de (en ese orden) Efraín Huerta, Octavio Paz, Ernesto Cardenal, José Emilio Pacheco y Francisco de Quevedo.

De Huerta aprendió a nombrar la ciudad y a ennoblecerla o vilipendiarla, pero siempre de forma amorosa. De Paz a mirar la naturaleza. De Cardenal su sentido amoroso. De José Emilio Pacheco su cercanía con los elementos. De Quevedo a ser sarcástico e irreverente.

En dos mil dieciocho, por cierto, Efrén Rodríguez publicó en Guadalajara un libro bajo el nombre de Mis tardes con Arreola (donde narra en cuarenta sonetos su relación con el maestro), que dan cuenta de las visitas sabatinas que sostuvo con el fabulador de Zapotlán en los años ochenta, cuando iba a tallerear con él un breve libro de minificciones fantásticas: Casa de infinitas puertas (Ediciones Mester, 1983). (Por cierto, en los mismos años en que Efrén iba a Zapotlán, yo asistía los miércoles a la casa de Arreola a recibir sus lecciones de poesía en voz alta.)

Su encuentro con Arreola, en su casa de Zapotlán y en la Universidad Nacional Autónoma de México, marcaron la vida de Efrén. Desde entonces para él ha sido seguir los pasos arreolinos con enorme provecho. Su obra y su actitud como mentor de taller y universitario, lo definen las enseñanzas de Juan José Arreola. Su trabajo como editor, también.

Buen alumno como fue, Efrén ha logrado ser un educador formidable, pero, sobre todo —y esto no se lo debe del todo a Arreola— es un gran amigo —la amistad es poesía y es temblor— a quien hace mucho no veo, pero que siempre está presente. Hace poco recibí (el 17 de mayo a las 14:41) una llamada telefónica de un amigo común, Rafael Aguayo, que no pude contestar.

“Buenas tardes Pazarín, estoy con el Efrén y queríamos saludarte. Abrazos hermano…”. Me dijo luego Rafael en un mensaje escrito, que llegó junto con unas fotografías de ambos y de ese instante.

No pude responder antes, y ahora escribo estas líneas como respuesta a su llamado, que llegan a su punto final.

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