domingo, 10 de noviembre de 2019

Retorno al Reino imaginario




[fragmento]


Este mes la editorial tapatía Keli —que dirige Héctor Martínez Villalobos— publica mi libro Viajes inesperados, que reúne cuatro breves libros dispersos (“Los pastores nómadas”, “Viajes inesperados” y “Retorno al Reino imaginario”), pero que se hermanan y fueron escritos a lo largo de veintitrés años; como un anticipo les comparto un fragmento del cuarto libro “Retorno al Reino imaginario”.
Víctor Manuel Pazarín




Me alejo de La Estancia para ubicarla mejor.
Subo una colina hasta encontrarme en lo más alto; se alcanza a distinguir la silueta de la construcción.

¿La niebla la envuelve? En un instante de distracción retorno la mirada: se abre limpia de vapores.

Descubro la inmensa y desolada extensión del lugar.
Regreso. Afianzo la puerta. ¿No me doy cuenta?: alguien toca la puerta. Mi oído sabe de la insistencia. Me alzo con lentitud.

Me parece una eternidad el viaje de la cama a la portezuela.
Abro. Sé que soy yo. Toco con insistencia. Me incorporo con pesadez. Cada paso se convierte en un tiempo indefinido y desesperante. Vuelvo a tocar con fervor. Llego. Abro. Me miro y me digo: “Pasa”. Entro. Siento en el pecho un gran temblor: ¿el corazón?

Siento dos corazones temblar con intensidad.
“¿Qué haces aquí?”, me pregunto. No me respondo —me miro con fijeza. “¿Qué?”, repito. Escucho mis palabras. Desdobladas y distintas. Mi presencia en la recámara me causa temor. Tiemblo. Me digo: “Te traigo esto”. Introduzco la mano en la levita.

¿Nada veo? Una mano sangrante se derrama sobre el piso. “¿Qué es?”. Nada digo. Miro mis ojos con insistencia. Hasta penetrarme del todo. ¿Escucho mi corazón? —lo puedo ver: su maquinaria se mueve a toda su capacidad.

“Esto es para ti”, me repito. Y vuelvo a guardarlo en la levita —cuelga hasta la punta de los pies.

Corro a la recámara; busco el guardarropa. Su pesada puerta no me permite la rapidez de mi insistencia.
Cede.
Despego de la bolsa de la levita lo que cargo en su interior.
La operación de cerrar es más resuelta. Siento una fuerza; la desconocía en mí.
Regreso y me miro el rostro —desencajado.
Me despido: corro a la calle.
Voy entonces al armario y, no sin esfuerzo, lo abro. Busco y, antes de encontrar, despierto bañado en sudor.
Me levanto y me visto. Salgo.

Voy colina arriba: puedo ver en toda su extensión La Estancia.
La neblina ha descorrido su velo. Por sobre la ventana de mi dormitorio, descubro lo depuesto en el armario…
La neblina vuelve a cubrir la finca.


Se levanta la mar ¿unos milímetros?
Escucho las voces de quienes me acompañan. Primero lejanas. Luego me tocan. Hago contacto con una de las voces. Escucho cómo levanta su copa de la mesa y da una libación. Le hablo de mi deseo por el Retorno. Él me expresa.
Lo escucho.

“Todas las tardes —dice— me paraba al filo del acantilado del Reino. Miraba la lejanía y mi vista se perdía. Al poco tiempo de iniciado el rito, un hombre —a lo lejos lo miro— hace lo mismo.
¿Se trata de una coincidencia?, me pregunto.
Me siento invadido en mi privacidad.

”¿La tarde siguiente?: el hombre allí. Lo saludo. No responde. Su mirada, perdida. ¿Me acostumbro a su presencia?
Es la hora —lo sé por la puesta del sol—, el hombre y yo mismo pisamos el talud.

”El tiempo comienza a cambiar —el viento, antes cálido, se enfría. ¿Es la señal? Construyo una barcaza. Muy lentamente mi transporte toma forma. Hasta una tarde sé: está terminada.
”Reúno las provisiones. Inicia el subterfugio. Es la noche. No hay estrellas —¿nada me guía?—. Vago sin rumbo, conforme al viento. ¿Cuánto dura el viaje? Se agotan los alimentos, el agua. Desesperación.

"Ni el viento, ni las tormentas me afligen. Navego sin rumbo y sin alimentos. Hoy lo sé; llego a las aguas de la playa: nos cubre las rodillas. El agua es fría.
”Así llego aquí.
“¿Salgo —furtivamente— del Reino?”.
Me veo desde la alta ventana. Mi mirada se cruza con mi mirada. Mi piel se eriza al recordar lo ocultado en el armario.
Bajo a prisa —vigilado por mi vista— hasta la planicie.
Parto después hacia la hondonada.
Me detengo en el filo. Puedo ver el fondo.
Algo brilla abajo: un objeto: ¿es una palabra?
Desconozco su significado.





Al poco tiempo de haber llegado —dice quien comparte la mesa—, conocí a una mujer. Hablamos. Me invitó a una reunión. Me compartió que deseaba visitar a unos amigos.


Acepto. Confío en ella; a nadie he visto hoy.
Toma mi mano. Me guía. Caminamos sin ver nada, la niebla nos cubre los ojos. Caminamos varias horas, a toda prisa. Escucho el correr del río. Se detiene. Yo con ella.

“Aquí es el lugar”. Nada veo. Escucho el río más fuerte. Atrae mi brazo. Cruzamos. Las piedras cubiertas de légamo.

Al otro extremo el pueblo, la neblina,  menos densa —veo una calle sin final. El sonido del río, no cesa. Lo escucho siempre.
“Espera aquí, no tardo”. Desaparece. Vuelve. Carga un árbol de utilería del alto de su cuerpo; en una escudilla algo: ¿Es un regalo para mí?

“Lo verás en la casa de mis amigos”, aclara.
Vuelve a pedirme la espere. Deja el árbol; se lleva la escudilla. Tarda en volver. Decido buscarla. Camino las calles sin encontrar a nadie. Grito su nombre. Toco una puerta y abre una mujer. Pregunto. Nada sabe.
Sigo el camino. En un cruce encuentro el árbol: ahora es real. Miro a lo alto de la copa. Sobre una plataforma de palomas descubro la escudilla. Decido, entonces, trepar y ver el contenido. Apenas comienzo, el ladrar de perros se acerca.

Miro: dos grandes canes amenazan.
Desciendo. Corro calle abajo. Encuentro el río; intento cruzarlo. Resbalo. Caigo en las aguas turbulentas. Me arrastran a una playa...
Así lo creo en este instante. No sé cuánto tiempo ha transcurrido. ¿La playa ahora nos moja?

Camino hasta encontrarme en el lugar de la conversación.
En todo este tiempo no he salido de la taberna.
Cuando me indique partiremos al Reino.



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