lunes, 26 de noviembre de 2018

Dos cuentos







Rapto

Vienen de la alcoba.
¿Son de bronce, son de agua los cuerpos? Desnudos en el tiempo, los pienso suspendidos: vacíos a la hora del rapto.
Se conforman, trazan un círculo aparente. Inclinan los rostros. Va la mirada hacia ninguna parte, su estatismo es eterno. Es allí donde siempre se han abierto a la espera. Al movimiento. Es la expectación constante del que mira. No hay agitación; no hay fuerza. Él sostiene la mano de la amante y toma su vientre. Delicado el impulso porque no hay resistencia.
Los pienso: parecen a punto de girar.


Es —¿alguien lo sabe?— una liberación. Una forma de sostenimiento del amor.
Nadie los sigue. No hay caballos. No hay rastro de otros seres. No hay polvo que advierta. Nadie en la mirada. Han surgido de pronto ante la vista en una estancia sola. En una sala donde otros amantes beben un vaso de agua fresca, después de arrancarse los rostros. De abrirse los cuerpos en la recámara.
Vienen los amantes de carne de la oscuridad. Llegan a la luz. Desde el cristal de los vasos responden al impulso. Dan, entonces, el justo movimiento: permiten —a los que huyen— la vitalidad.
Entonces giran.

Son formas, son escritura, los amantes que huyen. Son movimientos en contra del reloj. Son apariencias: toman su espacio y su tiempo. Son una historia recordada. Su elemento es la vida, hacia ella parten. ¿Quién los persigue? ¿Quién los sostiene en la inmovilidad y siempre a punto de moverse?

Los pienso en el acto amoroso. En el instante mismo del éxtasis, cantando. Imagino las manos en caricia tocando la piel.
Pero no se mueven, es el agua del vaso: allí se abren en formas. Se contienen. Siempre, siempre, en el instante de la partida.
Son la noche y su luz. Son el juego de la liberación nunca realizada. Son la espera.


Espejo

El espejo en que me miro, el claro de realidad en que me muevo, la voluptuosidad de mi propia figura, todo, todo me recuerda el secreto deseo que soy. Soy el deseo de mi propio deseo.

¿Qué es el deseo? Yo misma y el fantasma de bruma que de pronto aparece. El fantasma me llama y a él voy. Que nada interrumpa este viaje que ahora comienza.


En la oscura recámara, invadida en este instante por el espeso celaje, soy yo la que me mira; soy yo la que recorre su propio cuerpo, soy la que, lúbrica, alcanza a sentir la vida.
Pero la vida —mi vida— está al otro lado.

La vida —la verdadera— está atravesando la luna del espejo: la vida inicia cuando entro en el espejo. Ahí, ahora lo sé. Lo descubrí la noche del rito. Aquella en la que miré y supe que debía realizar la ceremonia de iniciación. Ahí donde acudo por las noches, nunca de día, porque el día es una mentira. Es la mentira. Adentro del espejo está la verdad. La realidad a la que acudo, siempre.

Aquella primera noche que digo, mi existencia tuvo un leve giro: sentí de pronto deseos de mirarme desnuda. Dormía y algo pasó. Desperté con la inquietud de mirarme al espejo. De acariciar mi carne, mi intimidad. De golpe me incorporé y me paré ante el espejo. Era de madrugada y la casa estaba en silencio. Escuché mi respiración y en ella me sostuve, igual que ahora. Lo mismo que hace mil y una noches.

Esa noche me incorporé de la cama y fui al espejo. No encendí la luz para no crear sospechas. El espejo me hablaba. Me dictaba lo que debía hacer y lo hice. Del otro lado había música, que nadie, excepto yo, escuchaba. El espejo me dictaba moverme y así lo hice. Bailé por mucho tiempo. Conforme lo hacía, desprendía mis ropas. De pronto, y sin que yo supiera cómo había sucedido, me miré el torso desnudo: mis diminutos senos habían crecido.

Toqué mis pezones, estaban erectos. Su punta aumentaba hasta sentir que no daban más. Sentí miedo al comienzo, luego placer. ¿Los acaricié hasta saber que no era yo quien los tocaba?: del espejo un fantasma de bruma los tocaba. Mis manos estaban en otro lado: humedecidos mis dedos con suavidad antes no descubierta. Tocaban mis labios... mi vello púbico. El descubrimiento de verme completamente desnuda ya no me inquietó. Seguía el dictado del espejo y quien me había arrancado la ropa era el fantasma que surgió, esa noche mágica, desde el otro lado de la realidad —la mía.

Moví con delicadeza mis dedos entre mi humedad. Los pasee por doquier. Los mojé. Yo era otra. A esa otra me debía, yo obedecía al pie de la letra el dictado. Me ordenaron acariciar mi ano: ¡qué delicia mis dedos en su redondez! Mojé mis dedos en mi boca y los introduje. ¡Qué maravilla! El fantasma de bruma mordía mis pezones henchidos. Nada hice por interrumpir el acto. La música me hipnotizaba y yo no hacía sino lo que me causaba placer.
Después el fantasma de bruma me acarició.

Jadeaba y me mordía los labios con fuerza. El fantasma depositó su boca en la mía y yo sentí deseos de gritar. No pude porque el fantasma interrumpió mi grito. El grito entonces tomó fuerza y cayó hasta el fondo de mí. Recorrió mi garganta, mi tráquea, mis intestinos, hasta encontrar el conducto que lo llevó a mi vagina: de allí surgió vuelto ardor, temperatura, líquido que se derramó entre mis piernas. Fue en ese instante en que el fantasma de bruma me tomó de la mano y me jaló hacia el espejo: entramos.

Miré el interior del espejo y supe que era mi interior. No había nada, excepto oscuridad. Y un apenas perceptible sonar de agua. Y la oscura bruma que me envolvía. Sentí temor. Quise regresar a mi recámara, pero el fantasma de bruma me volvió acariciar y me quedé.

Tuve la urgencia de ser penetrada, rota por las manos que me tocaban. Sentí pronto mi mano penetrando mi ano. Lo disfruté. Yo pedía más y el fantasma me tumbó en la cama de brumas. Abrió mis piernas y me recorrió con su lengua: húmeda lengua que me proporcionó un largo placer. Arrancaba yo los pezones de mis carnes; arañaba la bruma, mordía la nada.
Agradecía al placer.

Entonces su gran verga me penetró. De mis labios surgieron las palabras, de las palabras un rostro, el de mi padre. Acaricie entonces a mi padre. Le mordí los labios. Lo golpee con fuerza. Lo iba a matar, pero en seguida se transformó. Fue entonces el rostro de mi novio y lo besé con pasión. Luego el rostro de mi primo: lo besé con lujuria. El de mi amigo más querido; el de mi amiga más odiada y la maté.

El fantasma estaba en mi cuerpo; le di las gracias. Lo besé con pasión. Sentí morir y me apoyé en la luna del espejo pero no resistió: volví a sentir el miedo y grité a mi madre. El fantasma se convirtió en mi madre. Mordí su oreja izquierda hasta arrancarla; sentí un gran placer. Mordí su lengua hasta dejarla muda. Sus labios hasta sellar su boca. Arranqué sus inflamados pezones y me los tragué. Sentí correr por mis piernas un río de luz. De sangre. Lancé un grito. El fantasma de bruma cayó a mi costado, desfalleciente. Como pude libré su boca de mi pezón izquierdo que sangraba, destruido en su totalidad.
Quedé exhausta.


Dormí por largo tiempo.
Después me desperté y descubrí mi cuerpo bañado en sangre, destrozado. Me levanté y atravesé con lentitud la frontera del espejo. Entré en mi cama y no desperté sino hasta la mañana siguiente.

Al abrir los ojos recordé lo que había sucedido. Igual y diferente a lo que ocurrirá esta noche: el fantasma de bruma me lleva con violencia al otro lado, a la realidad que más me gusta...; a la que me debo.
—Vengo del espejo...

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