lunes, 25 de febrero de 2019

La flor de la tumba de Machado







Los conjurados




Ricardo Sigala


Sucedió en torno a la mesa del doctor Vicente Preciado Zacarías, es una noche cualquiera de los últimos 12 años en que me recibe en su casa para compartir el pan y el vino, y en especial para reconfortarnos de la vida hablando de libros y escritores. Esa noche aparece, como suele aparecer en su generosa conversación, el tema Antonio Machado. El maestro Vicente Preciado se remonta a los años sesenta, él estaba pasando una temporada en Cataluña por razones académicas, e hizo una visita a Colliure, en los Pirineos franceses. Creo recordar que iba acompañado por el Dr. Lasala, uno de sus profesores más queridos y con quien intercambió una nutrida correspondencia.

Me cuenta, entonces, del camino desde la costa catalana hasta Colliure, me cuenta que iba imaginando a Machado aquel invierno de 1939, cómo subía a pie, ya enfermo, acompañado de una buena cantidad de exiliados, hacia las montañas del sur de Francia. Llovía, hacía frío, y habían debido prescindir de sus equipajes, Machado había tenido que pasar una noche en un vagón de tren abandonado. También me habló del Hotel Quintana, tan modesto y discreto, una finca que bifurcaba una calle, de la habitación que aún resguardaba la cama de metal en que Antonio Machado había muerto. Vicente Preciado, desde sus recuerdos, se veía a sí mismo visitando con devoción la tumba del poeta, le llamó la atención que no tenía una cruz, ni ningún otro símbolo religioso, que estaba llena de ofrendas, en especial de flores. Dijo haber traído como recuerdo una flor, que tenía en un libro después de 50 años, la vi como quien ve una cosa de otro mundo. La flor de la tumba de Machado.

            El poeta tan sólo estuvo tres semanas en Colliure, era un refugiado, iba huyendo de España franquista, padecía del corazón y de asma, era un fumador empedernido, había estado varios días bajo la lluvia de invierno, tenía 64 años, pero parecía un viejo, el fin estaba cerca; sin embargo, él había escrito algunos de los poemas más importantes de la literatura española. Si en la resistencia republicana contra Franco, Federico García Lorca simboliza a los fusilados, Antonio Machado representa a los exiliados.

            Supe de Machado en mi infancia, gracias a Serrat. En 1969 había hecho una canción basada en el poema “Proverbios y cantares”, Serrat incluyó una estrofa de su autoría como un homenaje a la muerte del escritor: “Murió el poeta lejos del hogar. / Le cubre el polvo de un país vecino. / Al alejarse, le vieron llorar. / ‘Caminante no hay camino, / se hace camino al andar”.

El viernes pasado se cumplieron ochenta años de la muerte de Antonio Machado, el poeta que nos habló de los malos tiempos, de “cuando el jilguero no quiere cantar”, de “cuando el poeta es un peregrino”, de “cuando de nada nos sirve rezar”, tiempos no muy diferentes a los nuestros, en que se acallan voces, donde vemos migrantes o refugiados buscando suerte en países extranjeros.

Pienso en Machado, en su tumba sin cruz, ni santos, sin dios; en su tumba con flores. Pienso en esa flor que Vicente Preciado guarda en un libro después de 50 años, la pienso como quien ve una cosa de otro mundo. La flor de la tumba de Machado.

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