viernes, 3 de abril de 2020

Recordando al legendario cristero Enrique Mendoza Ceballos “sangre de mártir”







René Chávez Deníz*


Anotados de su puño y letra, en un libro de oraciones que pertenecía a la Srita. Ma. Ignacia de la Mora de la Mora (qepd). Se encuentran datos acerca de Enroque Mendoza, originario de Tecalitlán y quien fuera cristero.

Se manifiesta aquí que él se rindió el 28 de julio de 1929. Ahondado en los hechos realizados por el Señora Isabel Mendoza Ceballos, quien muy amablemente accedió a relatarme lo acontecido, ya que ella estuvo presente en algunos de los lances y fue, por tanto, testigo y también protagonista, como vera al reseñar los sucesos.

Previamente, diré que según los datos que se obtuvieron en la parroquia de Tecalitlán los papas de Enroque Mendoza Ceballos lo fueron Petronilo Mendoza y Leandra Ceballos.

Sus abuelos paternos: Miguel Mendoza y Manuela Sánchez. Abuelos maternos: Gabino Ceballos y Juana Ramírez, habiendo nacido Enrique en el rancho “El Reparo”, en el año de 1903.

Siendo bautizado por el padre Ignacio Ramos, cura propio de Tecalitlán. (Libro 12, pág. 100 2da inscripción)

Manifiesta la señora Isabel, que la lucha cristera tuve fuerte apoyo de Tecalitlán.

Los cristeros solicitaban ayuda material, como alimentos (la misma gente del pueblo les proporcionaba arroz, panocha, jabón, marquetas de azúcar entre otras cosas), parque o armas, y también el concurso personal, como soldados, a los varones.

Hubo muchas mujeres (maestras, “señoritas decentes”) que, en el seno, en los zapatos, o en sus medias, escondían el parque y se los hacían llegar a los cristeros.

Uno de los hechos que le tocó presenciar a ella, fue cuando los del gobierno colgaron cristeros de unos tabachines que había cerca de donde ahora confluyen las calles Juárez y Aldama en Tecalitlán.

Los cuerpos colgados se echaron a perder y quedaron ahí hasta que se les desprendió la cabeza. Hubo personas que les tiraban piedras a esos cadáveres y, al pegarles, ellos salían infinidad de mariposillas.

La lucha de Enrique Mendoza duró tres años, peleó en la sierra, por el lado de Jilotlán y junto con su hermano Constantino también escenificaron batallas en tierra del volcán de Colima.




Enrique comando a más de cien cristeros, por los llanitos del venado, por los barritos y por otros lugares aledaños a Tecalitlán, personas a quienes exigía que fueran rectas y formales, es decir, que no cometieran tropelías y que sólo pelearan por la causa religiosa (la libertad de culto que el gobierno –así lo creían- les prohibían) de tal suerte, inclusive rezaban el rosario y cantaban la alabanza a Cristo Rey, antes de salir a la guerra, sus esposas e hijos se quedaban todos en bola y rezando, mientras esperaban el regreso de los guerreros, quienes, según el relato de doña Isabel, nunca tuvieron muertos en combate, antes bien, por cada bala disparada por ellos, fallecía un güacho. En una de esas batallas, a Enrique se le quedo una bala en el sarape, y otra le atravesó el sombrero a Severo Moreno, sin que resultaran heridos.

En el rancho de Prudencio Mendoza, tío de Enrique se refugiaban algunas voces. En esta casa, Don Prudencio dio albergue a un sacerdote, quien les bendijo las armas a los cristeros.

Este rancho fue quemado por el gobierno. En ese hecho, Don Prudencio y sus tres hijos varones cargaban las armas, sobre este asunto, en el periódico se dijo –falsamente- que hubo 40 muertos por parte de los cristeros. Lo cierto fue que los soldados sólo mataron a un viejo caballo y, en cambio, los gobiernistas si tuvieron muchas bajas.

Hubo, como en toda la contienda, individuos que aprovecharon para cometer raterías, algunos de éstos -a quienes les gustaba la araña (robar), según expresión de doña Isabel- en nombre de Enrique Mendoza pidieron dinero o bienes, hechos por los cuales él los mandó fusilar. Enrique tenia buena fama entre la gente y les gustaba hacer caridad.

Entre esos maleantes se contaban unos conocidos como “Los González”, que robaban, saqueaban y abusaban de cuantos se cruzaban a su paso, adjudicándoles todas sus tropelías a los cristeros, mintiendo al decir que ellos eran gente de Enrique Mendoza.

Volviendo al punto de los datos citados al principio, acerca de la rendición de este jefe cristero, la Sra. Isabel manifiesta que su hermano nunca se rindió. Su final llegó un día del amanecer del 21 de octubre de 1929, cuando ante él se apersonaron unos hombres que se lo llevaron, para presentarlo en “Los barritos”, dizque para hablar con un “coronel”, pero lo cierto fue que lo traicionaron, faltando a su palabra de militares.

Entre tanto, Isabel había corrido –por el cauce de un arroyo- hasta donde se encontraba su hermano presenciando una pelea de toros. Enterado Enrique de la captura de su cuñado corrió hacia “Los barritos” y al llegar, vio que también había sido hecho prisionero don Inés Torres, (a éste lo acusaron de que había matado al papa de uno de los “soldados” que andaban con los cristeros de Mendoza). Ambos, José y Enrique, abogaron por el señor Torres. En respuesta, les dijeron que no se metieran, que la causa de Don Inés no les incumbía.




Sin dar tiempo a otra cosa. Uno de los hombres de Atanacio Magaña, llamado Nicolás Farías, mato a José Ramírez con un balazo en la cabeza que le entró por la frente y le salió por la nuca. También asesinaron a don Inés. A Enrique lo hirieron en una pierna. Así herido, corrió hacia una barranca, pero fue perseguido y localizado gracias al rastro de sangre que dejaba.

El cristero se refugió entre unos arbustos junto a un estanque, ahí lo rodearon Enrique les pedía que no lo mataran, que lo dejaran vivir para arreglar asuntos que evitaran dejar desamparada a su madre. Nada valieron sus argumentos: un “soldado” que había sido cristero con Enrique, fue quien le disparo y acabo con su vida. Ese individuo pertenecía a un grupo conocido como los monraces.

Los cuerpos de los tres difuntos, por mandato de la acordada de Magaña, quedaron tirados en el suelo, tapados con sus sarapes. Pretendían enterrarlos en el mismo sitio. Pero a instancias de doña Isabel, los trasladaron a Tecalitlán, en cuyo panteón fueron sepultados.

Esto sucedió ya terminada la guerra (Eulogio Barajas había ido a decir a Enrique y a su gente que ya estaba arreglado el problema –cristero- a lo que contesto un tipo apodado el cacharro “que ese problema estaría arreglado, pero el de nosotros no, porque seguiremos luchando”).

Al emisario Barajaos lo mataron emboscándolo la gente del cacharro: lo ahorcaron y lo dejaron muerto en un zanjón. Como ése, hubo federales o soldados que no cumplieron lo pactado y traicionaron los acuerdos de “no más fuego”, cabe aclarar que muchos de esos hombres ya no portaban los uniformes de militares, sino que vestían de civiles.

El Sr. Cura Miguel Barajas aconsejo que las ropas con las que fue muerto Enrique Mendoza, no fueran quemadas ni destruidas, “Porque tenían sangre de mártir” El pantalón y la camisa (casi deshecha), aún con rastros de sangre deslavada por el agua del estanque donde quedo el cuerpo de Enrique Mendoza Ceballos, los tiene actualmente familiares.

En la lejanía del tiempo, a sus 91 años, doña Isabel a esa edad se le hizo la entrevista recordó los hechos aquí narrados como si hubieran sido ayer. Y como no habría de ser así: en una misma jornada infausta perdió a su esposo y a su hermano, aunque le consuela que Enrique lucho por la causa religiosa. Ahora ella repite las palabras del querido sacerdote Sr. Cura Miguel Barajas acerca de su hermano: “es sangre de mártir”…


*Cronista Municipal de Tecalitlán.






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