domingo, 12 de mayo de 2019

6 La luna y la poesía (Antología)






I
La luna y los vientos

Me asomé por la ventana y entonces vi, en lo alto del firmamento, un pedazo de luna. Los fuertes vientos de la tarde habían limpiado el cielo. Y en ese instante lo vi abrigado de azul, limpio de nubes y con una luz ya mortecina en el ocaso. Unas radiantes nubes, como de oro, se vislumbraban en lo que para mí —a la altura del piso de la casa— es el horizonte. Los aires habían corrido toda la tarde hasta alcanzar, en ciertos momentos, una velocidad de sesenta kilómetros. Su fuerza, en algunos espacios de la ciudad había derribado árboles, y levantado el polvo que ahora ya no era visible.





Durante mucho tiempo, el hombre —el ser humano— ha elevado sus ojos hacia la bóveda celeste, deslumbrado por la luz de luna y por las estrellas. Pero esta noche que nombro no tenía estrellas, si acaso apenas se comenzaba a dibujar un fulgor pequeño que aparentaba ser un lucero.


Sin embargo, a esa hora, estaba limpio de estrellas y la uña celeste brillaba. Esa luz me ha arrobado desde siempre: me recuerdo de niño observando su luz en el oscuro cielo. Solo como estaba en ese momento, era yo una sombra en la solitaria calle de polvo. A lo lejos, recuerdo, unos ladridos de un can (no el de los altos cielos, sino terrestre y oculto no sabría decir dónde). Pero estaba allí, traído por los vientos desde lejos. Aire tibio en mi memoria, ofrecía una sensación extraña al paisaje. Las copas de los árboles apenas se mecían y nadie, excepto yo, habitaba el mundo. De hecho, esa certidumbre de estar solo en el mundo es la que me produce mirar hacia lo alto y ver la luna.

He escrito, a lo largo del tiempo, ya muchos poemas en los que el objeto esencial del poema es el astro que alumbra la Vía Láctea, la que veo, la que vi, la que siempre he mirado.
Una madrugada me desperté, tocado por la luz. Salí entonces al exterior y vi:

Ah, charco de luz en el patio,
luna líquida. Cielo en brumas.
Amanezco en medio de la nada, de la nada.
Voz distraída, húmeda y lánguida voz,
ven, cae en mí. Trae contigo los sueños, no
el sueño.
Se esparce el cuerpo de Dios.

Ah, luna líquida y fría, ven.
Trae contigo el diamante: la iluminación para hacer
el poema. (El poema:
la mano de Dios protegiéndonos;
la luz
dormitando en el patio...) Ven, hazme sentir
que estoy despierto.
Arrópame, y después deja que muera.


II
Las lunas del jardín y el bosque


Me asomé, otra noche distante, por la ventana. En el alto del cielo estaba el astro como una confirmación. Canté una alabanza como si fuera yo miembro de una secta que adorara su luz.

En el jardín prisionero
de luz de luna callada,
altísima luz alada.
Por la ventana la vi:
lunita luna lunera:
entre la lima, escondida,
una muy luz encendida.
Por la ventana la vi.


Recordé, luego, que hacía mucho había escrito unos versos con el mismo paisaje que veía. Como si el tiempo hubiera retrocedido, de mis labios floreció un haikú:

Sale la luna,
la sombra de los pinos
ya es sólo una.


III
La luna y el amor


La luna que mira
—¿Y la luna que la Amada pintó cuando niña, ya se perdió?
Está en el cielo: su oscuro círculo y su uña de luz. Se encuentran los ojos de la Amada mirándola ahora mismo. Formándola ahora mismo como hace tiempo: sus ojos niños sacándola del cielo para llevarla al libro, aquel en que la dibujó por vez primera y brilla intensa como en ese instante: cuando la Amada la miró en el pueblo de dulce nombre, igual a sus labios tiernos.

La luna es un péndulo
La luna entre los árboles. La luna entre los altos edificios.
Mi pensamiento está en ti. Mi pensamiento está contigo. Mi cuerpo tiene ahora el oficio del recuerdo de los actos vividos, vividos y sentidos. Nunca tu cuerpo estuvo más vivo. Mi cuerpo más vivo.
En la recámara persistes: hace un momento escuché que decías mi nombre. Hace un instante escuché tu jadear. Tu voz decía mi nombre y el bosque de tu cuerpo estuvo un instante en mi cuerpo. Miré: la luna es un péndulo: la distancia crea sus ilusiones, de la ventana llega el lamento de tu voz. Aquí mi cuerpo y mi voz están presentes. Miro de nuevo el cielo: la luna ha desaparecido y tu presencia es más clara: nunca estuve más en ti, nunca mi cuerpo estuvo más vivo.
Aquí estás para siempre.



Señora luz de luna
Así te vas, Señora luz luna, dejando una estela blanca de dolor. Así te vas: ¿es mejor huir que vivir entre la nada del silencio? ¿O es tu silencio el lenguaje que debo entender? ¿O es tu blanca luz entre los árboles un secreto que no se debe explicar? ¿O es tu estela-luz las significancias del misterio? Así me dejas: en medio de una nada toda extensión de luz. Con la voz entristecida y los ojos blandos, ansiosos de ti. Toda oscuridad es la ausencia. Oscuridad que resplandece ante los astros que, en el cielo, ahora mismo, me dicen algo que no acabo de entender...
Silencio. Toda luz es silencio.

IV
La luna en la ciudad

Cae la noche y el hombre se pone su camisa azul; cae la noche, los animales vienen a rumiar su día en la más tibia alcoba. El hombre bosteza, deja en el vaho el frío que crea su más largo existir; el hombre pergeña su mínima historia en el sueño. La historia del hombre y su camisa es del más lejano tiempo. No lo sabe el hombre, pero en ella configura la existencia de todos los hombres. En casas, en cuartos de hotel, o en el más separado llano, está su igual: escribe poemas, mata cuando la noche es el páramo más triste y solo, ama a su mujer o a su semejante.

El hombre sueña su futuro; se mira alzarse de la cama donde un dios vigila; se viste y sale al desamparo. Una ciudad es su mapa más triste: Ciudad Desamparo —así hay que llamarla—, es un lugar donde el sol es un ser que quema y en su arder arde él mismo; todos los días un sol distinto; todas las noches (aquí las noches son tan largas que el tiempo es apenas una insinuación), la luna es un ojo que vigila.

El hombre se abotona la camisa azul, tiende sus sueños en el más solo de los mundos; se yergue y piensa ¿piensa?

El hombre se acuesta sobre la tierra y oye (se oye): Soy el hombre que camina y viste una camisa azul.

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