lunes, 6 de mayo de 2019




5 El universo de la casa




El cronista que numera los acontecimientos sin distinguir entre los pequeños y los grandes tiene en cuenta la verdad de que nada de lo que se ha verificado está perdido para la historia.
Walter Benjamin








Veíamos la televisión en la recámara, cuando de pronto Deana levantó la vista y apuntó con su índice hacia un pequeñísimo punto en el alto cielo de la casa. Como su indicación era certera, no batallé en verlo y, atendiendo a sus palabras, me subí a la silla frente a su mesa de trabajo donde confecciona sus joyas de ámbar, para intentar descubrir si era en realidad una arañita que dormitaba como lo imaginé en un principio.

La noche había entrado a la casa por la ventana, y los rumores del bosque también, pese a que habíamos cerrado el batiente que permite que el viento se estacione en la recámara.

Subí, entonces, a la silla para alcanzar el techo. Sostuve el equilibro y alargué el brazo. Viajó a través de la noche de la casa. Intenté aplastar a la “arañita”, pero no era tal. Y como mi equilibro no era bueno, lo que ocurrió fue que lo hice volar: fue entonces que se posó en mi mano y, de ese modo, supe que era una catarina.

De acuerdo con la leyenda, “si una catarina (o mariquita) aterriza  sobre una persona  anuncia que le va a traer buena fortuna y si la persona fuese alguien que padece una enfermedad, es un buen augurio que significa que pronto sanará...”. Y ella, en ese instante, caminaba en mi mano. Luego mi mujer me dijo que la llevara afuera de la casa para que volviera al bosque. Caminé por el angosto pasillo y salí. La miré por última vez y la hice volar. Ascendió. La vi ir hacia el cielo donde las estrellas brillaban con gran intensidad.
Vino a mi mente un recuerdo.

En los primeros minutos del primero de mayo de mil novecientos noventa y cuatro, yo me fui a descansar en la camioneta de mi hermana Tita, quien se quedó en el cuarto donde mi padre se debatía entre la vida y la muerte en el Hospital Regional de Zapotlán. Sin poder conciliar el sueño (y como me había acomodado en la parte trasera del vehículo) de pronto miré en el alto cielo cruzar una estrella fugaz. De inmediato mi corazón aceleró su ritmo y supe —y me dije—: “Mi padre ha muerto”.

Me incorporé y salí. Ya en la puerta mis hermanas Tere y Tita salían a confirmarme lo que ya sabía. Quise ver por última vez a mi padre, pero la gente del hospital me negó esa posibilidad. Me quedé, entonces, con esa chisporroteante luz en el cielo como el último recuerdo de mi padre. A los pocos días escribí (casi en un estado de sonámbulo) unos poemas en su memoria.

Entré de nuevo a la casa y su universo, antes visto y revisto, tenía otras formas y otros preceptos. La gota de agua que constante cae del grifo del baño sonaba más fuerte de lo acostumbrado, parecía, en todo caso, que la trayectoria hacia el vacío y, luego, al estrellarse en el piso era más audible. Y su constancia más firme. De hecho, todos los sonidos de la casa se habían volcado y su ritmo era distinto, quizás se acondicionaron al ritmo de mi corazón, que en ese instante se había acelerado. Todo tenía ese nuevo temblor, y cada objeto ubicado en la casa, se había desordenado al punto de modificar la arquitectura y el diseño que antes tuvo. En un momento todo había cambiado. Cada cosa. Todo espacio. Incluso el viento que entraba por las ventanas de la sala hacía un susurro diferente. Me paralizó la muda del lugar. La casa no era la casa, sino que era parte del universo o, tal vez, era un nuevo y mínimo universo recién creado y que veía por vez primera. El plas-plas de la gota del grifo de la regadera y su trayectoria al abismarse se volvió más evidente, y las luces que antes fueron artificiales parecían distintas, como si el cielo del bosque hubiera entrado y ahora estuviera dentro de la casa. Cada sonido: la madera de los muebles que crujen, los tintines de las campanas tubulares, las plantas, el vuelo de ese insecto que merodeaba las frutas, el arranque del motor del refrigerador, el movimiento de las cortinas y de la ropa tendida en el patio interior. Me detuve un momento. Miré el espejo de cuerpo entero que está junto a la mesa del comedor: estaba allí la noche estrellada y la estrella fugaz de aquella noche en la que había muerto mi padre. Y un vértigo me hizo trastabillar al dar un paso hacia el estrecho pasillo. Como pude entré en él y fue como cruzar a través de una máquina del tiempo, porque hacia el final, cuando mis pasos se hicieron más firmes, entré a la habitación. Allí estaba mi mujer. Y las aspas del ventilador. Y los libros y todos los objetos en su espacio. Pero no la catarina que antes dormía en el techo. La mínima sombra que antes se plasmaba allí, ya había desaparecido. Fui a la cama y me desplomé, a mi memoria vino un poema antiguo, que había escrito hace veinticinco años, sobre una de las últimas visiones de mi padre vivo.

Es un fantasma el que come a mi lado. Es un hombre sin esperanza, a punto de morir. En el plato y la olla, navega un pescado con el cuerpo destruido. En la mesa, el salero es una diminuta constelación: las estrellas lanzan sus tímidas luces. Si la sal se desparramara ahora, sería como si la noche enviara sus astros. Y esos astros nos cegarían.  





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3 En latín se dice infortunĭum







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