viernes, 16 de marzo de 2018

Me llamó Nadie






Uno

Nos acomodamos junto a la pasarela.
De la rocola surgió la voz de Selena, que yo había seleccionado. La gorda dama, ataviada para la ocasión, se deslizó hasta llegar muy cerca de nosotros. Aplaudimos. Ella se emocionó. En el fondo estaban nuestras risas. Botaban sus carnes. Sus tetas se movieron como una marea. Nos dispusimos a disfrutar el espanto.



La mujer se elevó por los aires, sujeta al tubo: fue el centro de nuestras miradas. Bailó seductora a su manera. Cerró los ojos para concentrarse. Se movió el esperpento y el mundo también. Nos miraba cada vez que correspondía. Levantaba una pierna. Daba saltos para encontrarse otra vez con el tubo. Volvía a nuestra mesa, sin reparar en nuestra crueldad: nuestras risas se confundieron con la voz de Selena. La dama de gruesas carnes no lo notó, se derrumbó en el piso, muy próxima a nosotros, cuando terminó la primera canción.

Se apagaron por un instante las luces.
La vimos aparecer de nuevo del fondo de Las Palmas: otras ropas, lucientes y “provocativas”. Volvió a deslizarse. Esta vez fue más atrevida: abrió las piernas y se tocó el pubis. Se acarició los senos. Logró nuestras miradas. Vino la mesa. Mostró su ominoso trasero. Se levantó la diminuta falda; nos exigió que la nalgueáramos. Yo lo hice y pude sentir su gordo culo. Primero la acaricié, pero la mujer me mostró cómo debía hacerlo, de tal forma que invertí todas mis fuerzas. La dama se quejó, pero volví a asestarle mi mano: quedó marcada en su piel. Pidió lo mismo a mis compañeros, hasta que terminó la canción.

Cuando cantó por tercera vez Selena ya no se ocultó: desde allí comenzó a bailar. Se estrujó las chiches. Se arrancó el brasier. Se dirigió a nosotros. Pidió que la ordeñáramos. Obedecimos. Como eran dos tetas, ofreció la vagina: acaricié sus ardientes labios. Luego metí mis dedos. La mujer me miró y cerró los ojos. Hundí mi mano hasta el fondo.

Mis amigos apretaron con fuerza. Extendieron sus pezones hasta dañar la piel. Sentí su humedad.
Se arrastró por el piso. Luego se incorporó. Se abrió a la danza. Comenzó a desnudarse, sujeta al tubo. Cautivó nuestra mirada porque —súbita— abrió las piernas: con lentitud se quitó la tanga. Mostró en todo su esplendor el culo. Casi al final de la canción se acercó y se puso a gatas. Nos incitó que la golpeáramos.

Con sus manos abrió en su totalidad la vagina.
Vimos un fondo negro.



Dos

Se iluminó el lugar.
Ante nosotros el administrador; mostró sus dentadura de oro.
—¿Complacidos, señores? —preguntó.
—Regular —contesté.
—Si no están satisfechos, podemos ofrecerles algo mejor; único...
Movió su brazo y cintilaron los brazaletes.
—¿Cómo qué? —dije.
—Algo especial, extraordinario; no puedo explicarles porque derrocharía la sorpresa...
Agregó un instante después: “Si aceptan les costará un poco más, sólo algo más”. Dibujó un gesto en su rostro.
Vi las miradas de mis amigos en los lentes de espejo del administrador. Y dije: “Adelante”.
Cobró el servicio y se marchó.
La mujer de amplias lonjas no volvió a aparecer.



Tres


La tardanza nos desesperó.
Todo había quedado desierto. Uno a uno los adefesios habían desaparecido por la puerta del fondo. En la barra estaba el administrador. Nos miraba indiscreto. Se había quitado los espejuelos y su mirada comenzó a brillar. Ordenaba sus pertenencias. Limpiaba los ceniceros. Acomodaba los vasos. Se había soltado la trenza. Su cabellera le cubría la espalda.

En cierto momento descubrí su perfil: se inclinó y en sus labios advertí una sonrisa. Me recordó la maldad.

Bigote corto; cabellera larga; ojos brillantes; brazos desnudos y musculosos; nariz aguileña, la perfecta imagen del diablo.

Presentí que nos había engañado, pero de pronto fue a apagar algunas luces; se acercó a la rocola y dispuso una serie de melodías.

Luego nos miró.

—¿Están listos, señores? Que disfruten...
Se encaminó a la puerta del fondo y se perdió. Se apagaron todas las luces y sentí temor. Los rostros de mis amigos se inundaron de los reflejos de la rocola.

Del aparato surgió repentina la música. Nos distrajimos un instante. Cuando volvimos la vista hacia la parte del fondo, de la puerta emergieron pequeñas sombras. Primero una; luego conté diez.

Las siluetas se aproximaron. Nos miramos confundidos. Escuchamos las afectadas voces. Creímos en un principio que se trataba de niñas; pero nos alcanzaron las sombras: nos tocaron con diminutas manos.

Descubrimos los rostros: eran un grupo de enanas ante nosotros. Nos abrazaron. Azorados recibimos sus caricias. Nos sorprendió la alucinación. No permitimos que nos besaran. Pero acostumbrados a sus figuras convenimos en disfrutar.

Fueron a la barra y trajeron botellas. Nos advirtieron: “Les costará”. Pagamos. Reímos. Se encaramaron en nuestras piernas.

“Pueden tocar”. “Pueden quitarnos las ropas”. “Somos sus juguetes”. “Hagan lo que quieran de nosotras”.
Nos divirtió la experiencia.

Una trajo las copas. Se sirvieron. Comenzaron presurosas a beber. Mostraban una enorme desesperación. Un ansia por embriagarse. Nos dieron de beber de sus copas. Aceptamos porque deseábamos jugar su juego.
“Me llamo Norma”. “Me llamó Nadie”. “Me llamó como tú quieras”. “Llámame perra”. “Te la voy a mamar hasta que derrames tu leche en mi cara”. “Tengo una puchita deliciosa, te va a gustar...”. “Si quieres golpéame...”. “Fornícame por donde quieras...”

Bailaba una en la pasarela: cuerpo perfecto y diminuto. Se había metido a un ajustado pantalón brillante. Se dibujaban perfectas sus nalgas.
Me deshice de las tres damitas. Fui a la pasarela, me había atraído la mujer. Su estatura llegaba a mi bragueta, que de pronto bajó. Me agaché para tocar sus perfectos senos; sus nalgas. Acaricié, por sobre el pantalón, sus gordos labios vaginales. La elevé por los aires y la besé. Correspondió a mis apetitos.

La música era estruendosa y cuando miré a mis compañeros las enanas se divertían con sus vergas paradas. Estaban ya en bikini. Sus cuerpecitos eran extraordinarios. Se turnaban en el deleite. Mamaban si parar. Me excité y descendí a mi dama. Alcanzó mi verga. Sin dejar de bailar la engulló. Logró hacerla desaparecer en su garganta.

La cargué en mis brazos y fuimos a la mesa. Se sirvió una copa y la acabó de un sorbo. Se sirvió más. Me ofreció. Hice lo mismo. La traje y la monté en mis piernas. Le arranqué el top de piel: descubrí unos breves senos. Los mordí. Jugué con ellos. Los estiré lo más que pude. Ella mostró sus dientes perfectos.

Cuando pude miré mis amigos. Disfrutaban las nalgas de tres mujeres. Una cada vez. Empujaban furiosos. Una a la vez. Tres solitarias bebían sin parar. Reían. Sus carcajadas las ahogaban de alcohol. Iniciaron un baile. Se acariciaron. Se estiraban las tetas. Se palmeaban los traseros. Aplaudieron: el resto de las damitas se les unió.

Se colocaron en cuatro patas y en fila, en el maderamen de la pasarela. Se abrieron hasta dejarnos ver sus diminutas rajaduras. Se abrían las nalgas y mostraban sus pequeños anos.

La enana que era mi mujer en turno exigió que la penetrara. Fui hacia a ella y clavé mi verga babeante.
Realizamos, todos, la misma actividad.

Nos hundimos en sus carnes. Nos vaciamos en sus rostros. Otras pigmeas comenzaron presurosas a beber el semen. Nos ofrecieron sendas mamadas. En un instante estuvimos listos para nuevas embestidas. Fue el turno de las otras mujeres.

Trajeron las botellas y empinaron. Nos dieron de beber. Y otros labios limpiaron nuestras vergas, hasta volverlas a parar.

Entramos en negros orificios. Apretados. Amables los vimos florecer. No fuimos suficientes. El resto de enanas se acariciaron. Sus manos penetraron en sus cavidades. Hundieron sus brazos hasta lo más profundo.

Justo al final de la melodía depositamos nuestro semen: vinieron a lamerlo del piso. Exigieron más. Bebieron hasta el fondo las botellas. Trajeron nuevas. Se cobraron: desembolsaron el dinero de nuestras carteras.

Cuando creímos que había sido suficiente les pedimos una tregua, pero ellas se encaramaron y pidieron más. Mucho más.

Estábamos exhaustos y al borde del agotamiento.
Nos derrumbamos entonces al piso. No supimos de nuestras vidas hasta que nos despertaron las primeras luces del día: nos encontró la mañana desnudos y en las calles. Una densa neblina cubría la ciudad. Buscamos el auto, pero no los hallamos.

Volvimos: las puertas estaban selladas.
Ningún letrero revelaba que allí fueran Las Palmas.
El transporte urbano realizaba los primeros recorridos por la ciudad...

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