domingo, 18 de agosto de 2019

Historia de dos cuerpos



(Tercera parte y última)
 
 Matan sin piedad al espejo que los refleja.
Porque no saben amar de otra manera devoran con placer a su progenitora. Caminan entre sombras. Confieren sus cuerpos a rincones. Observan. Dado el caso entregan el veneno.
Sempiternos, espían —escuchan pensamientos; miran desde lo alto; aprenden a amar desde la muerte. Su educación sentimental la asimilan en hoteles de paso, en alcobas donde amantes tortuosos se entregan por pasión.


Atisbar es su fundamento.
Se agazapan en resquicios para escuchar frases violentas. Si acaso oyen palabras suaves no las reconocen: no imaginan así el amor. Ellos clavan el aguijón; dan la ponzoña; golpean el rostro hasta encontrar la muerte.
Ofrecen su tortura —lenta y adecuada— y disipan a la amante: toda ofrenda de amor les recuerda a la madre. Hay un rancio rencor que no conoce el tiempo, viene de lejos: trae lo preciso, se acumula en la memoria inexistente.
Su rencor: ars amatoria, misoginia.
 
 
*
 
Vienen de la alcoba.
¿Son de bronce, son de agua los cuerpos? Desnudos en el tiempo, los pienso suspendidos: vacíos a la hora del rapto.
Se conforman, trazan un círculo aparente. Inclinan los rostros. Va la mirada hacia ninguna parte, su estatismo es eterno. Es allí donde siempre se han abierto a la espera. Al movimiento. Es la expectación constante del que mira. No hay agitación; no hay fuerza. Él sostiene la mano de la amante y toma su vientre. Delicado el impulso porque no hay resistencia.
Los pienso: parecen a punto de girar.
Es —¿alguien lo sabe?— una liberación. Una forma de sostenimiento del amor.
Nadie los sigue. No hay caballos. No hay rastro de otros seres. No hay polvo que advierta. Nadie en la mirada. Han surgido de pronto ante la vista en una estancia sola. En una sala donde otros amantes beben un vaso de agua fresca, después de arrancarse los rostros. De abrirse los cuerpos en la recámara.
Vienen los amantes de carne de la oscuridad. Llegan a la luz. Desde el cristal de los vasos responden al impulso. Dan, entonces, el justo movimiento: permiten —a los que huyen— la vitalidad.
Entonces giran.
Son formas, son escritura, los amantes que huyen. Son movimientos en contra del reloj. Son apariencias: toman su espacio y su tiempo. Son una historia recordada. Su elemento es la vida, hacia ella parten. ¿Quién los persigue? ¿Quién los sostiene en la inmovilidad y siempre a punto de moverse?
Los pienso en el acto amoroso. En el instante mismo del éxtasis, cantando. Imagino las manos en caricia tocando la piel.
Pero no se mueven, es el agua del vaso: allí se abren en formas. Se contienen. Siempre, siempre, en el instante de la partida.
Son la noche y su luz. Son el juego de la liberación nunca realizada. Son la espera.
 
 
*
 
Giran los cuerpos.
Son de arenas y la noche los hunde.
Sin saber de él ella miró una luminosidad en su rostro, mientras hablaba con los contertulios. Aquella vez —la vista los atrajo— él no supo sino recordar un reciente sueño donde había visto a una mujer llegar, a la mitad de la tarde, y se vistió de desnudez para calentar la soledad. La tarde en la que se conocieron —lo supo perfectamente— estaba sucediendo cuando ella partió, así sin más: una despedida, un hasta pronto.
En medio del salón, los cuerpos en deseo; o mejor: él concentrado en lo profundo del deseo. Largo y disfrutable el tiempo, el tiempo y el deseo: muy cerca los cuerpos como si la arena —en la tormenta— se uniera para ser una sola, para crear de fragmentos desunidos una roca, una piedra que al tiempo fuera brillante como la noche del baile.
Esa noche —ésta— los labios hacen resurgir las tribulaciones de antiguas historias, de informes ofrecidos en la madrugada cuando el frío —racimo de flores de hielo— hace temblar las manos. Las delicadas manos apenas tocadas a la hora del baile en el salón, donde la orquesta esparció los compases para brindar a los cuerpos el abrazo.
Ante la calle sola ahora se repite.
Los miran alejarse, al tiempo, comidos por la noche.
 

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