domingo, 28 de abril de 2019

4 Poetas, árboles, libros y la televisión







Me puedo resistir a todo, menos a la tentación.
Oscar Wilde








Me asomé por la ventana que da al bosque, porque escuché voces. Afuera estaba el atardecer, la cañada, el viento, el guamúchil y, bajo su amplia sombra, un grupo de mujeres y niños. Las mujeres (que eran tres) sostenían en sus manos “ganchos” —chicol, se dice en náhuatl—  e intentaban cortar los frutos, pero ignoraban que desde hace cuatro años el guamúchil se había negado a ofrecerlos. Las pocas flores que habían brotado este año fueron alimento de pájaros o el viento las había dispersado.

Yo miraba a las mujeres con placer y alegría. Durante mucho tiempo, en esta época de Semana Santa, había venido gente y maltratado al árbol, ellas lo trataban con cierta veneración. Con tristeza, pero firme, el guamúchil se ha resistido a otorgar sus dulces frutos. Las mujeres lo comentaron: “Tiene pocas vainas, casi nada”; pero insistían. Hacía mucho tiempo, por cierto, que en ese espacio y a esa hora ninguna voz humana allí había florecido.

Desistieron: caminaron hacia los nacimientos de agua, donde hay una familia de árboles que nunca he visto de cerca. Las vi alejarse hasta que se perdieron. Volví entonces a recostarme junto a la pila de libros dispuestos sobre la cama, que había bajado de las repisas para que me acompañaran en la ausencia de mi mujer, quien había salido de viaje hacia el desierto.

Prosa reunida (de José Coronel Urtecho), La metáfora y lo sagrado (de H. A. Murena), Cuentos crueles (de Villiers de L’Isle-Adam), Poemas y ensayos (tomo II de Jorge Cuesta), Doce cuentos peregrinos y Obra periodística 5. Notas de prensa (de Gabriel García Márquez), Crónicas de sucesos (de Michael Connelly), La balada del café triste (de Carson McCullers), Versiones y diversiones (de Octavio Paz), Crítica: ensayos, artículos y entrevistas (de Fernando Pessoa), Textos bíblicos. Antología (en la versión de Reina-Valera) que ya he leído (además de El pachuco como outsider, un libro de ensayos sobre cine de mi autoría aún inédito, que vuelvo a leer para encontrar erratas y escribir el prólogo); y un librito que mi mujer me había comprado en la pasada feria del libro, y que desde entonces se había rezagado: Los caminos del miedo (de nuestro amigo Luis G. Abbadie) había sido la selección que el azar y la certeza me había puesto ante los ojos.

Los caminos del miedo es un libro extraordinario. Es un resumen de la historia de la literatura de horror, pero también es una lúcida forma de mostrarla, con párrafos en verdad lúcidos y esclarecedores sobre el devenir de este subgénero de la literatura. A Abbadie le llevó escribir este ensayo al menos veinte años, y compone, a mi modo de ver, el ars narrativo del autor de El último relato de Ambrose Bierce; leído en parte de una madrugada, lo singular del libro es que define el pensamiento de su creador y, además, nos pone al tanto del género: sus aciertos y descalabros. Lo más feliz del asunto, es decir, lo mejor, es que sólido y constante, Abbadie ha crecido con éste, y con él nuestra amistad, que ya cumple las tres décadas; y que, ante todo, la lectura y el asombro es porque como él propio Luis en alguna parte dice: “el horror es honesto, como un espejo”, y así ha sido nuestra amistad.





Tengo muy fresca la tarde noche que vi por vez primera a Luis (lo acompañaba su mamá, la poeta Elsa Abbadie, quien murió hace poco). De pronto, en los pasillos del edificio de lo que fue el Centro Cultural del ISSSTE, en la esquina de Vallarta y Prado en Guadalajara, se me apareció (para decirlo en los términos del género literario) y conversamos brevemente. La noche estaba oscura, como ese pasillo que daba a un patio donde yo asistía a un taller de poesía. La conversación lo alumbró. Tardamos en volvernos a encontrar, pero desde entonces la amistad no ha cesado, como tampoco el mutuo reconocimiento e influencia. Al día siguiente de la lectura de su libro lo busqué para decirle: “Entre la enorme pila de libros por leer, le llegó anoche el turno a Los caminos del miedo; me desvelé leyéndolo y me ha parecido magistral: muy claro, diáfano y profundo. Para mí es tu mejor libro, lo digo sin empacho. Te felicito y me felicito por lo que ambos sabemos: nos hemos nutrido ambos a lo largo de estos treinta años. Celebro nuestra amistad. ¡Aleluya!”.

—Wow. Pues ¡Aleluya! Que vengan otros tantos —me dijo—. Aunque me resisto a creer que ese libro merezca tal generosidad de tu parte. Muchas gracias, serán más bien los que traduje de quienes lo pensaron más que yo.

—Quizás —respondí—. Pero en tu libro hay selección, elección y eso ya es grande. Y bajo tus conocimientos, el oscuro mundo del género, es más claro. Siempre hay y habrá quien nos nutra.

Luego la conversación se fue hacia otros temas, que ya no reproduzco. Y me dispuse a seguir leyendo, pero como me había quedado despierto hasta la madrugada, dormí una siesta, que no duró mucho tiempo. Como había encendido el televisor, de pronto me despertó un parlamento.

En un capítulo de la nueva versión de La ley y el orden (que trasmitía un maratón de la serie), el personaje —un joven poeta de Nueva York que dirigía una revista— retrataba a la perfección a los poetas y escritores de nuestro medio: petulantes y fuera de la realidad. “Algo que nunca he visto en Abbadie en treinta años”, me dije.

Al término del capítulo, cambié de canal. Terminaba uno de Mentes criminales con la imagen de un avión en vuelo. Y una voz en off citaba la frase de Wilde que he colocado como epígrafe, y que me hizo recordar que no hacía muchas horas la voz de unas mujeres en el bosque me hizo que me asomara por la ventana al bosque.


Vine y escribí el texto que aquí termina.

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