viernes, 12 de abril de 2019

3 En latín se dice infortunĭum








El alcohol ha sido hecho para soportar el vacío del Universo, el mecimiento de los planetas, su rotación imperturbable en el espacio, su silenciosa indiferencia en el lugar de vuestro dolor.
Marguerite Duras






He visto a muchos seres caer en la adversidad; nunca a uno como el que yace ahora bajo el brutal sol.

El arte y la literatura, por cierto, están colmados de historias de seres caídos en el infortunio. De hecho, el gran arte, casi siempre, surge de lo que en latín se dice infortunĭum. La mala o buena suerte ha logrado que surja, verbigracia, el blues originario. El canto de los negros de Norteamérica provenía del fondo de su tristeza, hacia la alegría.

Todo eso lo sé. Pero ahora, ¿cómo leer la imagen ante mis ojos?, ¿qué fue lo que llevó al hombre tirado en el piso a la desgracia grave? No atino, de pronto, sino a reconstruir (con la imaginación) para entender al menos un poco.

Bajé del TUR a toda prisa, resuelto a mantener el frescor que el aire acondicionado del transporte me había proporcionado durante el largo trayecto, y para evitar el severo sol de Tonalá; pero justo en el estacionamiento una imagen me detuvo de golpe.
¿Espejismo? ¿Rompecabezas? ¿Refracción?

Con la mirada tuve que hacer un rápido inventario: en el único cajón vacío del estacionamiento estaba —dispuesta y dispersa— la estampa, como un gran estallido de luz.

Un hombre (se movía con lentitud como cuando alguien acaba de despertar); un libro (Pancho Villa, de la colección Los grandes mexicanos, de la editorial Tomo); un garrafón de mezcal (brillaba con intenso fulgor); unas gafas de sol (sofisticadas, quizás imitación de alguna marca); objetos dispersos aquí y más allá…

Y al centro del resplandor —que bien podría ser del Universo—, el hombre. Se mueve; balbucea; nada sobre la luz. No abre los ojos porque ¿podría ver su vida —su pasado— y es, quizás, lo que no quiere ver?, ¿por eso se ciega con el sol? ¿Por eso las oscuras gafas que sus manos no logran encontrar?

Hay una elección trascendental en el ser que delira: es un lector y eso habla de que puede ser un hombre educado, no obstante, es misterioso que lea la vida de Pancho Villa, al menos para mí. Bien pudo haber sido otro libro, pero no. ¿Busca en el personaje la bravura para resistir la vida?

¿Un hombre que lee puede estar perdido? ¿Las personas que leen buscan un rumbo? Lo sé y no lo sé.

Bajé a toda prisa, resuelto a mantener el frescor que el aire acondicionado del transporte me había proporcionado, pero encontré la inclemencia del sol. Y un hombre delirando, completamente ebrio, tirado en la mitad del mundo. ¿Busca la muerte?

Marguerite Duras ha dicho: “El alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer que se lo prefiera antes que cualquier otra cosa. Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero, uno no puede beber sin pensar que se mata. Vivir con el alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano. Lo que impide que uno se mate cuando está loco de la embriaguez alcohólica, es la idea de que, una vez muerto, no beberá más”.

Entonces, ¿dónde colocamos los elogios al vino de Omar Khayyam?

¡Bebe vino! Lograrás la vida eterna.
El vino es el único capaz de restituirte la juventud.
¡Divina estación de las rosas, del vino y de los buenos amigos!
¡Goza del instante fugitivo de tu vida!

El infortunio tiene múltiples rostros. El hombre que delira, tiene uno. ¿Cómo leerlo? ¿Cómo descifrarlo? Hay siempre un paso para caer en él. Siempre es impredecible, y a veces cada ser se deja caer, lánguidamente como en una cámara lenta.

Una vez, en la ciudad de Houston, vi a un hombre surgir de la nada, porque la ciudad estaba desierta; era un domingo frío, y de una esquina de pronto apareció. Empujaba un carrito de supermercado. Con parsimonia vino hacia nosotros, que bebíamos café caliente en las puertas de un Starbucks, el único lugar abierto que encontramos en el downtown de la inmensa urbe.

Lo miré desde lejos. Y sostuvo la mirada. Desde el principio de su negro rostro brotó una sonrisa. La mantuvo firme y, justo al cruzarnos, se volvió más visible y tierna. De sus ojos brotaba luz. Una muy delicada y sin dolor, sin resentimientos, sin amargura, pese a su extrema pobreza.

Lo recuerdo ahora que he podido mirar, por un instante, el rostro del hombre tirado al sol en el estacionamiento. No hay sonrisa, sino dolor y desesperación...

Visto en perspectiva, pienso que el filósofo David Hume, tiene razón cuando en su ensayo “De la delicadeza y la pasión” dice que: “Algunas personas están sometidas a una cierta delicadeza de la pasión que hace que sean extremadamente sensibles a todos los accidentes de la vida y que experimenten una viva alegría ante todo acontecimiento positivo, así como un punzante dolor cuando se encuentran con desgracias y con la adversidad.”

La vida nos obliga a mirar su calidoscopio.


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