domingo, 26 de febrero de 2017

Torri y las sirenas


 



La obra de Julio Torri (1889-1970) trajo a la profusa literatura mexicana de su tiempo el intenso rigor y la síntesis, dejándonos breves piezas maestras para contribuir a que escritores como Juan José Arreola bebieran de esa fuente y enriquecieran nuestras letras.
Su prosa alcanzó a la vez profundidad y altura y, colmada de humor e ironía, deja pasmados a quienes se asoman a sus textos. 



Acostumbrados los actuales lectores a las elongaciones narrativas y ensayísticas, Torri los deslumbra o aburre, pues el escritor coahuilense eligió distintos caminos a los asumidos por sus contemporáneos y compañeros en el Ateneo de la Juventud (Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes…), al exigirse la brevedad y la destreza más pulcra. Sus escasos libros podrían sugerirnos la sospecha de que Julio Torri fue un autor estreñido y limitado; sin embargo, al acudir a ellos encontramos que su labor fue la de un orfebre minucioso, a quien no se le puede reclamar, sino agradecer.

Torri desde joven, se podría decir que desde niño, acudió a los grandes libros y se convirtió en uno de los lectores más ávidos. Según sus propias confesiones, era capaz de leer en una sola sesión, “de doscientas páginas a cuatrocientas”, en una biblioteca ajena, la de Reyes, quien por largo tiempo fue su vecino de barrio cuando el propio Torri compartió su casa con Pedro Henríquez Ureña, en donde “sumaban sus pobrezas para dormir con decoro”, según afirmó Emmanuel Carballo y es verificable en Protagonistas de la literatura mexicana.

En sus mejores tiempos, la biblioteca personal de Torri acumuló siete mil ochenta y cuatro volúmenes, y por tanto se puede deducir sin dificultad que su tiempo lo consagró más que a la escritura, a la lectura, a pensar, y a borrar lo que sobraba y constreñir sus materiales literarios.

Algunos de sus libros llevan por títulos Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), La literatura española (1952), y Prosas dispersas (1964).

Martín Luis Guzmán lo definió como el “humorista impávido”; Alfonso Reyes anotó que “el cuento, en manos de Torri, se hacía crítico y extravagante”, y Carballo señaló: “El depurado humor de dos caras, sano y corrosivo; la inusitada habilidad para unir en forma perfecta el sustantivo y el adjetivo; la malicia diabólica que se complace en aproximar los extremos, en identificarlos. La manera desacostumbrada con que emplea los calificativos —usa adjetivos positivos para referirse a hechos negativos— produce en el lector el desconcierto de la revelación”.
Pero Julio Torri solamente cantó.

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Alguna vez Torri expresó que fray Luis de Granada, Charles Lamb y Oscar Wilde y la lectura de El asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, “me ayudaron a descubrirme como escritor”. Leyó en sus primeros años con deleite y provecho a Platón, a Dante y a Nietzsche, pero seguramente su inmersión a las Memorias, de Casanova, lo llevó, muchos años después, a dar largos paseos en bicicleta por las callecitas plenas de penumbras de alguna colonia de la Ciudad de México, donde vivía.

Durante esos largos paseos, uno de los hombres más cultos de su tiempo, “cultivó” una extraña y curiosa afición, seguramente para despejar la mente de sus trabajos y estudios sobre la literatura castellana, francesa e inglesa. Narra —y es de dominio público— Beatriz Espejo en alguna parte de su libro Julio Torri, vouyerista desencantado (1986), que éste en sus andanzas “secretas”, cada noche deambulaba y ansioso buscaba a las pobres muchachas desnutridas que trabajaban en las casas de ricos realizando quehaceres domésticos. Dicen que las perseguía, y las podemos imaginar, entre risillas de susto y emoción, escondiéndose una detrás de otra, pero siempre atentas al hombre de rostro fino y blanca piel que pedaleando las animaba a encontrarse con él en un rato de pasión y de amorosa ternura.

Se antoja volver a imaginar esas calles, seguramente, con las costumbres de aquellas familias de antaño, cuando las famullas iban por el pan recién salido de los hornos y los frascos de leche vistos en las películas del cine nacional. Seguro Torri les recitaba algunos versos para que las muchachas, muertas de risa y miedo, y luego blandas y acomedidas, cayeran en los brazos del culto personaje, sin siquiera sospechar que alguna vez ese hombrecillo del norte del país sería uno de los más grandes e influyentes escritores de varias generaciones de poetas y narradores. Con claridad se antoja imaginar recitando a Torri en inglés, en italiano, en alemán, o quizás en castellano, antiguos párrafos del Libro del buen amor.

Ahora que vemos alguna de sus fotografías, con su rostro adusto y cabeza calva, resulta una buena broma el dicho de su gusto por las muchachas indígenas, y no por despreciarlas a ellas, sino porque nos hemos vuelto tan serios que cada poeta o narrador (bueno o malo), pretende —en su soberbia— a la mujer más buena y de tez clara, al creerse dioses bajados del Olimpo, cuando muchos son menos que nada…


Actualmente ya nadie quiere —ni puede— ser un Julio Torri.

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