domingo, 7 de julio de 2019

13 La visita de Castro







La felicidad no es un puerto
la felicidad no es un lugar
la felicidad es una forma de navegar
por esta vida que es la mar
Felipe Gil



Un día mi padre llegó a la casa con un viejo tocadiscos que le había regalado su hermano José. En el paquete estaban varios discos de larga duración que, casi de inmediato, dos de ellos se hicieron mis favoritos.



Uno era de música clásica que mi padre escuchaba casi sin parar. Sobre todo, la Obertura Poeta y campesino —de Franz von Suppé. Aunque destartalada (igual que el tocadiscos), la bocina era potente, de tal modo que la música invadía todos los rincones de la gran casona (que se encontraba al final de la calle Degollado —en el Barrio del Gallito, y al comienzo de la última gran cuadra que daba a la entrada de Las Peñas, caminando se llegaba a un recodo del arroyo).

Ah, si pudiera reproducir aquí los acordes que escuché, a los nueve años, en medio del patio central del caserón, donde había un alto árbol de mezquite. La música se iba de la casa al patio y de allí abría una puerta que daba a un campo de labor donde siempre veía a los campesinos trabajar la tierra, comandados por don Boni.

El segundo disco entre mis preferidos contenía varias canciones e intérpretes: abrían los negros surcos con una canción de Álvaro Carrillo, “La mentira”; luego de un silencio seguía una que era coral y la interpretaban los Hermanos Castro, “Faltas tú”. Fue con esa canción que conocí a Gualberto Castro, quien en octubre de mil novecientos setenta y cinco fue a Zapotlán —en agosto había ganado el Festival OTI (nacional) con la canción “La felicidad”.

La tarde noche de Zapotlán, en aquel ya lejano día del mes de octubre, la gente se había congregado en derredor de la antigua concha acústica para ver a Eduardo II (el Polivoz) y a escuchar a Gualberto Castro, que en ese tiempo debió tener no más de cuarenta años.

Vital y nervioso como fue, lo vi subir por la breve escalinata y de un salto subí a ese espacio. Como quería saludarlo, me paré en frente de él y le tendí mi mano, justo en el momento en el que el locutor Javier Morales lo presentaba. Amable como siempre fue, alargó su brazo para saludarme y, en seguida, tocó mi cabeza de huizapol para hacerme un cariño. Me miró a los ojos fijamente y me hizo unos bizcos a manera de despedida, porque ya el locutor terminaba de presentarlo y debía cantar.

Bajé de la concha acústica de un brinco —fortalecido de emoción— y fui a caer en un hueco minúsculo de la plaza, que estaba abarrotada de gente. Y entonces cantó.

A Gualberto Castro (y a sus hermanos) los había visto innumerables veces en la televisión, sobre todo en Siempre en domingo. Y en el programa La carabina de Ambrosio. De entre los cuatro que formaban el grupo de los Castro, Gualberto se distinguía por su espléndida voz y magnífica forma de interpretar. Su límpida tesitura de tenor era inmejorable. He vuelto a escuchar (y ver) en estos días videos en internet de los años sesenta y, al parecer, su voz fue la de siempre, aunque con la edad fue madurando y definiéndose mejor. Durante varios años, fue un solista y tuvo éxitos que sonaron en la radio de todo el país. Luego, ya que dejó de ser una novedad para el público, lo que hizo junto con sus hermanos fue hacer conciertos y presentaciones en las que además de interpretar sus viejos triunfos en el mercado, buscó los mejores boleros que la tradición ha colocado entre el repertorio latinoamericano.

El bolero, se ha dicho, nació a finales del siglo diecinueve en la isla de Cuba, como herencia de España, sin embargo, a lo largo del tiempo se extendió por casi todo el Caribe. En nuestro México renació con características muy singulares. Flexible como es, en cada lugar ha tomado distintos modos, sin perder lo esencial y clásico del género: letras románticas siempre asociadas con sentimientos. Y podemos agregar la sensualidad. Todos en este mundo, aún sin saberlo, gustan de los boleros. No obstante, en el asunto de la interpretación, mantiene sus rigores y no cualquiera es bueno cantándolos. Gualberto Castro, logró sin duda ser uno de los más grandes y finos intérpretes.

Una noche, ya hace algunos años, recostado en mi cama lo vi aparecer en un programa musical de televisión, junto con sus hermanos. Comenzaron su participación y se comportó de manera muy extraña; luego de pronto desapareció por largos minutos de la escena. El hecho inquietó a los hermanos. Pudimos verlo y sentirlo. Al tiempo reapareció de detrás del foro.

Como lo habíamos visto descompuesto y de algún modo dando tumbos, comenzamos —mi mujer y yo— a murmurar. Pero a su retorno lo vimos entero y fortalecido. Les indicó a los músicos que comenzaran a tocar y, espléndido, ofreció quizás una de sus mejores participaciones que yo le vi a lo largo de todo el tiempo que le seguí como fan.

Vestido de riguroso esmoquin negro, e impecablemente arreglado, esa noche Castro —el Gualas—, fue realmente impresionante. Cantó boleros de los más difíciles. Y lo hizo de manera extraordinaria. Fue un ser iluminado, un poseído. Era él y era otro. Estaba aquí y en cualquier parte. Era un cuerpo y sus resonancias, pero sobre todo era una voz y muchos sentimientos. Debió de haber cantado unas diez piezas de jalón. Siempre estuvo de lo más sublime y en lo más alto. Después bajó al plano terrenal y sin decir palabra, solamente entregó su sonrisa, la misma que le vi aquella noche en Zapotlán. Después de eso, dejé de saber de su persona, hasta que la mañana del pasado veintisiete de junio me enteré de su muerte.   

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