lunes, 15 de enero de 2018

Habitación de dos puertas









I

Escuché los sollozos de la mujer, bajitos, sin sentido.
Ocupaba yo una habitación en su casa, la había tomado como último recurso después de mi separación.
Una tarde de lluvia me acomodé en la amplia estancia y bajé del taxi mis pocas pertenencias; y a los dos días conocí al amante en turno de mi casera, quien era disipada, ligera y tonta.



Pero esa noche lloraba en su recámara; recordé, entonces, que la mañana de ese día había descubierto un breve mensaje sobre su cama. La indiscreción me había llevado a saber que sería la última vez que lo vería.
Era una breve nota:
“Amorcito: Espero ya no estés enojado conmigo, recuerda solamente las ricas cogidas que nos dimos. Besos (Muá / Muá).”
Lloraba y me reí.
Como no dejaba de hacerlo, por cortesía fui a su habitación. Miré su amplia espalda, desnuda y gorda. Su piel del color de la leche. Ella me recibió con gratitud: comenzó a brindarme una larga y torpe explicación, en la que reconocía que había tenido su culpa, pero “le di todo para que tuviera experiencia...”
No paró hasta el amanecer.
En dado momento le interpuse tres preguntas, que no quiso contestar, lo que hizo fue suspender el llanto y darme las buenas noches. Agradeció mi ayuda. Muerto de cansancio me fui a dormir.
A la mañana siguiente todo era perfección y alegría: se conformaba con tener a un solo amante.
Desayunamos juntos y nos fuimos a trabajar.



II

Escuché el llanto de la mujer y me conmoví.
Como el invierno estaba en todo su apogeo no hice caso y la dejé que derramara sus lágrimas; de nueva cuenta había perdido a su “amorcito”, pero la experiencia pasada me dio la oportunidad de saber que no era un llanto sentido, sino una farsa, porque mi casera era azotada y tonta.
La mañana siguiente salió a trabajar de lo más contenta.



III

Pasado un tiempo me adapté a sus infortunios y descubrí que no podía estar sola; buscaba en todo momento una nueva ilusión, pero ya no tuvo la misma suerte que yo había visto en los meses transcurridos. Tuve, en algunas ocasiones, que ser su alcahuete, porque a la casa llegaban por lo menos tres personas a buscarla. Se relacionaba con una gran facilidad y me pedía que, mientras ella disfrutaba del sexo con alguno de ellos, le informara a los otros que no se encontraba en casa. Pero llegó el tiempo que nadie la buscó; o ella no buscó a nadie.
Entonces fui yo el centro de sus aspiraciones: se aparecía por las noches en mi recámara, semidesnuda y con enormes deseos de convivir. Yo olvidaba poner alguno de los cerrojos cada noche, y entraba a la habitación de dos puertas.
Mi recámara daba a la suya, y  nos dividía la breve distancia del baño, y la cercanía del pasillo del segundo piso.
La primera vez entró para decirme que no podía conciliar el sueño, que el viento hacía temblar la puerta y que “el ruido no me deja dormir”. Le dije que tendría cuidado y algo haría para que no volviera a suceder.
Esa noche el frío lograba que sus pezones se mantuvieran erectos y yo los vi porque su camiseta era delgada; pero al parecer el frío no la molestaba: traía cubierto el torso, mas dejaba ver sus piernas y sus abatidas nalgas, cubiertas por un breve calzón.

IV

Se me antojó esa noche apretarle sus enormes pezones; luego me arrepentí al percibir su intención: deseaba seducirme.
Escuchaba un disco en la computadora y se acercó para preguntarme quién era.
La voz de Ray Charles cantaba “Misery In My Heart”, y se lo dije.
—Cuando pongas un disco, dime quién canta, a ver si se me quita un poco lo pendeja...
Se sentó a mi lado, apenas cupimos en el breve sillón; su enorme cuerpo ardía. Como una travesura le mostré mi colección de fotos pornográficas, que vio con interés.
Desde esa noche, todos los días caminó por la casa en su desnudez, y fue para mí la continua repugnancia.
Una vez la desee. Llegaba de trabajar, y traía una breve falda. Se sentó en el sillón y frente a mí. Abrió las piernas y me dejó ver su abultado pubis. Por un instante tuve una debilidad. Miré sus piernas y ella, entusiasmada, no dudó en mostrarme cada vez más.
La luz de la tarde, que filtraban las gruesas cortinas, la alumbraron con dramatismo. Sus obesas formas lucieron con cierto “encanto”.
Entonces recordé su fingido llanto en la recámara. La vi en la memoria subir las escaleras hacia la azotea recién salida de su cuarto. Traje a la memoria los ruidos en las mañanas en el baño. Sopesé su enorme estupidez. Su tontera usual. La imaginé en la cama con sus amantes; sus impostados jadeos en la brevedad de gozo amatorio.
Sus palabras:
—He ayudado a mis amigos cuando han estado en proceso de separación...
Recordé sobre todo la noche que llegué ya noche y escuché sus gemidos. Abrí la puerta de su recámara y, sin que ella se diera cuenta, vi su acto masturbatorio: completamente desnuda y derramada en la cama, se tocaba los enormes senos: se estiraba los pezones y luego los lamía; se masajeaba el cuerpo.
En su vagina —abierta como un bistec— restregaba el cuerpecito de un oso de peluche.
Una vez me había confesado: “Es  mi amorcito en noches solitarias”. Pero yo no entendí.
Por un instante la desee. En seguida vino la náusea. Desvié la mirada: la luz de la tarde entraba débil por la ventana.

A los tres días abandoné su casa.

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