lunes, 29 de enero de 2018

El primer eslabón de los derechos indígenas




Clemente Castañeda Hoeflich
Precandidato a Senador



Cuando realizaba estudios de doctorado en la New School for Social Research, hace 12 años, emprendí un proyecto de investigación sobre la situación de los derechos indígenas en México. Mi proyecto de investigación se titulaba “Ciudadanía asimétrica”, ya que el marco jurídico mexicano, a partir de la reforma constitucional de 2001 -que fue un avance indiscutible-, asume a los pueblos indígenas como entidades de interés público y delega en los estados la facultad de decidir en qué medida se reconocen y protegen sus derechos.



La comprensión de los pueblos indígenas como “entidades de interés público” surge de una visión paternalista y asimilacionista donde es el Estado quien unilateralmente se encarga de gestionar el proyecto de vida de los propios pueblos que están “bajo su tutela”, quedando como letra muerta el principio de libre determinación y limitando su capacidad de reclamar y ejercer sus derechos colectivos.

Esta situación se traduce en una especie de discriminación jurídica e institucional hacia los pueblos indígenas, que es asimétrica a lo largo del país, y que se agrava por la histórica marginación y falta de oportunidades que padecen las comunidades indígenas.

Como lo han explicado numerosos especialistas, entre ellos Rodolfo Stavenhagen, con quien tuve la oportunidad de dialogar para la elaboración de un proyecto de reforma en Jalisco, algunos derechos solamente se pueden ejercer plenamente en forma colectiva.

Por ello, contrario a la concepción de “entidades de interés público”, se presenta la política de reconocimiento de los pueblos indígenas como “sujetos de derecho”, lo que implica un reconocimiento explícito de su personalidad jurídica colectiva y, por lo tanto, de su capacidad para portar y ejercer derechos como una entidad política con actuación en la vida jurídica del Estado.

Este reconocimiento supone no sólo el establecimiento en la ley de una serie de derechos, sino la garantía de libre determinación, el reconocimiento de sus sistemas de organización, y la protección de su personalidad para decidir su presente y futuro. En suma, supone que los pueblos indígenas forman parte y son participantes de la vida del Estado, y no entidades bajo su tutela.

Esta fue la demanda central que emanó de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar en febrero de 1996, y no se trata de una “concesión” del Estado hacia grupos particulares, sino de una política que asume, dentro de la pluralidad y la multiculturalidad, la responsabilidad de procesar las demandas históricas de los pueblos indígenas y les permite exigir sus derechos.

En los últimos seis años, tanto en el Congreso de Jalisco como en el Congreso de la Unión, impulsé reformas para reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho, porque es el primer paso para proteger de manera efectiva sus derechos colectivos, territoriales y culturales, y también porque se traduciría en una mayor capacidad para exigir y ejercer sus derechos elementales en otras materias, como seguridad, salud, educación, vivienda y participación política.

Los pueblos indígenas de México siguen viviendo un patrón de despojos y atropellos a sus derechos fundamentales que se ha convertido en un grave vicio de la política nacional; por eso es urgente transitar hacia una política de reconocimiento donde los pueblos ejerzan su ciudadanía y sus derechos colectivos, donde se garantice la protección de su patrimonio y su cultura, donde sean partes integrantes del sistema político y social, y no espectadores con derechos parciales.


El camino no es fácil: estos cambios se relacionan directamente con el ejercicio democrático del poder y sólo serán posibles con un cambio del régimen político. Por eso, a casi 22 años de los Acuerdos de San Andrés, la lucha debe continuar

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