viernes, 12 de mayo de 2017

Viaje hacia el Infierno que es Comala





I


Como a Homero, el de La Ilíada, tres pueblos se disputan la paternidad del nacimiento de Juan Rulfo. Toda la vida el narrador expresó haber tenido la hacienda de Apulco como cuna, y a San Gabriel como lugar de su infancia; pero en Sayula se asientan los “datos oficiales” de su origen. A lo anterior se podría agregar que Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno de niño pasó una temporada en Zapotlán (donde afirmaba Juan José Arreola ambos se habían conocido); luego se vino a vivir a Guadalajara (en el internado Luis Silva realizó sus estudios iniciales). En la capital jalisciense publicó sus primeros cuentos en la revista Pan, en los años cuarenta, aquellos que lograron acortar el extenso nombre y se convirtiera, ya en la Ciudad de México —y en definitiva— en Juan Rulfo, al publicar El llano en llamas, en 1953. Dos años más tarde confirmó su nombre de escritor el Pedro Páramo.

Para celebrar los 80 años del nacimiento de Rulfo, el ayuntamiento de San Gabriel, en 1997, creó una ruta que llevó su nombre. Me invitaron y fui.

—¿Qué es lo que cruzó la carretera? —le pregunté en aquel tiempo al anfitrión, quien se había tomado la molestia de venir hasta Guadalajara por mí (y por un pequeño grupo de personas que me acompañaban en el viaje). La música del estéreo no le permitió escuchar mi pregunta: la irritante voz de Andrea Bocelli irrumpía con estruendo.

—¡¿Qué fue lo que cruzó la carretera?! —tuve que gritar.
—¡Un correcaminos —aulló—, hay muchos por aquí, y también venados, pero a esos los matan los pobladores, aunque está prohibido!...

—¡Ah! —dije. Y no volví a hablar.
El anfitrión aceleró la camioneta y dio vuelta en un recodo. Saltó a la vista el paisaje: un abismo de barrancas azules en la lejanía, anegadas por el empecinado sol.
Al encontrar de frente la intensa luz, nos cegó…



II


A lo largo del tiempo, desde que apareció en mi vida la obra de Juan Rulfo, he venido escuchando decir que El llano en llamas y Pedro Páramo, en realidad los entenderían mejor los habitantes de los pueblos del sur de Jalisco —en particular— y —en general— los campesinos mexicanos. El argumento principal de quienes han hecho la afirmación es: “Los aldeanos de esos pueblos hablan así, son de ese modo y de lenguaje parco; de esa gente Rulfo lo tomó para llevarlo a sus libros…”. Todo cabe dentro de las posibilidades; sin embargo, ignoraré por siempre si quienes han llegado a tal conclusión visitaron los poblados sureños para escuchar las voces de los habitantes de (por ejemplo) San Gabriel, Sayula o Zapotlán.
         
   Mi madre nació en San Gabriel, mi padre en Zapotlán y durante mi adolescencia realicé infinitos viajes a Sayula, donde tomé mis primeras lecciones de baile en el burdel. Atento a la conversación de la gente, conviví con los pobladores de esos tres espacios del sur; nunca los escuché hablar a la manera de los personajes de Rulfo.

            Probablemente quienes hablaban como los personajes rulfianos hayan sido aquellos que Juan Rulfo conoció en su infancia, pero es dudoso, pues está Arreola para desmentir la afirmación (La feria, 1963) y también José Lepe Preciado (Del color del agua, 1964), narradores que han retratado el habla popular de sus pueblos y pertenecen a una misma generación de escritores del sur de Jalisco.

Es verdad que los narradores Rulfo, Arreola y Lepe Preciado tuvieron la preocupación de filtrar en sus historias mucho del habla popular de sus poblaciones. Es cierto también —y comprobable—, que la franja del sur de Jalisco mantiene una entidad lingüística particular y semejante. Es una realidad, si se va a Zapotlán, San Gabriel, Sayula y Tonaya, que mantienen una (casi) igualdad en su historia pasada y presente, pero es también cierto que en cada uno de los escritores es de una diferencia sustancial y, al menos en el caso de Arreola y Rulfo, un mundo muy particular desde muchos aspectos.


III


Cruzó, entonces, un guajolote volando —de extremo a extremo— el atrio de la capilla donde, de acuerdo a la novela Pedro Páramo, se veló a Susana San Juan. Cerca, muy cerca —en San Gabriel, o Comala—, de donde el cacique y Susana habían volado papalotes de niños. Allí, donde aún se logra escuchar el murmullo de Pedro susurrando las más poéticas palabras dedicadas a la mujer que más amó: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba, en la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento…”.

Fue hace un poco más de sesenta años que fueron escritas estas palabras, pero fue hace exactamente seis décadas, en 1955, que algunos pocos lectores leyeron por vez primera este hermoso poema de amor, que —contrario a lo que se podría pensar— está inserto en una de las más violentas, extrañas y bellas novelas escritas en castellano.

Juan Rulfo había crecido allí, en San Gabriel, donde ocurre la historia, pero trasmutado su nombre al ahora mítico nombre de Comala; el San Gabriel real aún mantiene ese aroma que se percibe en la novela. Están los puntos exactos —localizables aun sin un mapa—, y están en la imaginación también. Están en los ecos que corren con el viento de las montañas —fui a conocer este pueblo, donde nació mi madre, durante la primera Ruta Rulfiana, en la que tuve la fortuna de estar junto a los escritores Federico Campbell y José Luis Martínez; ya no recuerdo si fue en 1998— e hice el recorrido por casi todo los sitios donde ocurren las más importantes escenas.


IV


Sus breves libros son esenciales y se diría que prácticamente perfectos. El llano en llamas (1953, cuentos) y Pedro Páramo (1955, novela) son de la mejor factura. Son un lujo exquisito que tan sólo al abrirse el lector se encuentra en un firmamento esencial y particular. Rulfo es de esos pocos escritores a los que, pese al posible sufrimiento de la “restricción”, le bastó una breve obra maestra y una serie de historias que nos narran la vida de los pobladores del Sur de Jalisco para convertirse en un autor enorme, fuerte y nada convencional.

El llano en llamas se entrelaza entre la literatura latinoamericana por mérito propio y, también, porque retoma las problemáticas humanas y sociales que por siglos han padecido los de abajo, la gente del pueblo. De una aparente sencillez, cada una de las dieciocho historias que componen El llano en llamas ofrece la oportunidad de descubrir la idiosincrasia del mexicano y se adentra en las problemáticas fundamentales de una gran mayoría de los mexicanos. Es este libro parte complementaria de los cuadernos de la historia nacional y sin su lectura no se comprendería completamente la vida social y política de nuestro país y, es claro, de Latinoamérica. De la aparente sencillez, digo, se va a lo complejo y en esas narraciones descubrimos todos los recursos narrativos de Rulfo, que no son pocos, sino, al contrario: es un compendio de formas y fondos que son de mucho provecho si se estudian de manera atenta. Sus recursos son amplios y se descubre que Juan Rulfo fue uno de los más grandes lectores de la literatura universal.

Bien estudiado, El llano en llamas es un abanico de formas narrativas que fueron su manera de acercarse a la maestría. Esa variedad de diecisiete narraciones, de enorme rigor formal y lingüístico, de factura compleja pero con una aparente sencillez, es la que le permitió —casi todos lo saben— la atmósfera, el tono, la coloratura para después escribir su novela Pedro Páramo.


En el cuento “Luvina” se halla la simiente de una de las más grandes y a la vez breves novelas de la lengua castellana. Ese cuento fue su ejercicio de viaje hacia el Infierno que es el pueblo de Comala. Podemos decir que “Luvina” es el antecedente de Comala, que Luvina es el pre-infierno, que lo que escuchó allí le dictó a Rulfo su novela.

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