viernes, 18 de agosto de 2017

El Fresnito entre la bruma








Aldea o ranchería, El Fresnito siempre es —y será— para mí un referente emotivo. Dos calles extendidas: la primera bajaba de las faldas del nevado y llegaba a la carretera a Zapotlán; la segunda comenzaba en la carretera y bajaba hacia no sé bien dónde, pero era —y quizás todavía es— el corazón del poblado.


La primera vez que fui vi a muchos niños: la escuela estaba a un lado del templo, a donde había acompañado a mi padre a hacer unos arreglos de electricidad. En el patio estaban unos bancos de troncos rústicos donde uno podía ir a sentarse. Y fui. Desde allí contemplé —lo recuerdo como si fuera ahora— a la chiquillería salir de los salones de clases y correr hacia el polvo que se levantaba. Por un momento los perdí, luego reaparecieron y ya estaban junto a mí. Mi padre, en tanto, realizaba su trabajo en la iglesita. Había comenzado el recreo y yo los envidié porque podían estar en ese espacio del mundo rural al que siempre he sido afecto —lo mismo me ocurre con las grandes ciudades. Después volvieron a las aulas y los escuché repetir la lección en voz alta. Poco después, alrededor de las dos de la tarde, miré salir a los niños —chamagosos y felices— irse hacia arriba y hacia abajo de la calle.

Salí para verlos: se perdieron entre el polvo que se levantaba y luego dejaba ver el empedrado. Mi vista alcanzaba hasta la carretera, pero no a mirar donde terminaba esa serpenteante calle con casitas de madera y ladrillos. Después pude ver pasar el ganado y a los rancheros tras de ellas. Al poco rato mi padre volvía acompañado del sacerdote y la maestra de la escuela. Escuché: le decían que una vecina había correteado a una gallina por el corral —y matado— para hacernos un caldito que, lo tengo en la memoria de mi paladar, fue uno de las mejores que he comido. Nos sentamos en los bancos de madera del patio y disfrutamos el caldo con tortillas recién hechas.
Terminada la comida me asomé de nuevo a la calle; fui al templecito; miré calle abajo y vi cómo en el alto cielo de El Fresnito una manada de nubes caminaban con lentitud y se acumulaban hasta quedar estáticas: cubrían el sol por algunos instantes, y luego lo descubrían para que volviera a brillar y caer sobre nosotros.

Entré de nuevo a la iglesita y al volver miré calle arriba: recordé que después de la carretera vivían mi tío Roberto y la tía Meche.

La tía Mercedes era —o es— una mujer bajita y güera. De piel reseca, marcada por el sol y el polvo. No tenía cejas y se las pintaba de un negro rotundo. Su rostro parecía una colorida máscara tribal. Guapa a su manera. Elegante a su forma. Nunca supe su apellido ni su procedencia, pero el tío Roberto Quintero Solano —primo hermano de mi madre— alguna vez vino desde Apango y se quedó en El Fresnito.

Eran tres hermanos (Roberto, Ramón y Elena —quien se casó con El Palomo, un hombre viejo con fama de matón); vivían en la misma calle, pero nosotros cada verano o primavera llegábamos con el tío Roberto, un hombre alto y fornido con unas manos enormes. Sembraba a veces maíz, otras calabazas o sandías, pero sobre todo atrás de su casita mantenía vivo un hermoso huerto de duraznos.
Hombre tosco —siempre me recordó al Chelelo—, pero sensible: alguna vez se enteró que yo escribía y, una noche a la luz de una lumbrada, me cantó (acompañado de su guitarra) sus corridos. Era, pues, compositor. Bueno, por cierto. Y mejor cantante. Alguna vez, durante nuestras visitas —¿o fue esa noche que me mostró sus corridos?— cantaron a dueto mi madre y él. Yo esa vez me maravillé y ese recuerdo me sigue emocionando.

Lo cierto es que esa ocasión, calentados por la fogata, el Tío Roberto cantó en forma de corrido la historia de El Fresnito. La historia y su historia, claro. Si mal no recuerdo, ese día fue su cumpleaños y por la tarde hubo un fiestón y fue la única vez que vi bailar a mis padres. Nunca, ni antes o después, volvió a suceder. Me encantó verlos, sentirlos, saber que podían hacerlo y no sé por qué no lo hacían ni lo hicieron de nuevo. Una sola vez. Vez única y maravillosa.

Era verano y nos quedamos hasta tarde. Luego nos fuimos a dormir. Nos acostamos en petates en el piso. Y en la madrugada cayó un aguacero acompañado de rayos y relámpagos. Como la calle bajaba de las faldas del nevado escuchamos —y sentimos— el rumor de una profusa corriente de agua muy cerca de nosotros. No dormí esa noche y madrugada. El temor me acogió y tuve la sensación de que en cualquier momento íbamos a salir de la casa, arrastrados —y sobre una tabla— calle abajo, pero no sucedió. Ni una gota adentro. Nada.

Por la mañana —cubiertos por gruesas cobijas de lana—, estaban mi madre, mi padre, mis hermanas y los primos.

La tía Meche se encontraba ya en la cocina, en el jacal que se hallaba cruzando el patio: entré y le pregunté por el tío. Me indicó que andaba en el corral dándole de comer a los animales. Fui. No lo encontré. Todo estaba invadido por la niebla, y aunque recorrí el camino hasta el arroyo —donde estaban las chivas, los puercos, las vacas, los caballos y los burros—, no lo pude localizar. Regresé casi a ciegas, porque El Fresnito estaba cubierto de bruma. Literalmente había desaparecido o se encontraba volando en las nubes. Miré calle arriba-abajo y nada. El Fresnito había desaparecido…

Más tarde el sol y el caserío aparecieron. Era domingo y yo tenía, ya no recuerdo bien si quince, dieciséis y más años. Lo cierto es que partimos a Zapotlán esa tarde y yo ya no volví.

Al tiempo me fui de Zapotlán y tardé en volver. Vi a la tía Meche y al tío Roberto en mil novecientos noventa y cuatro, año de la muerte de mi padre. En el instante en el que bajaban el féretro de mi padre, y cuando yo eché un puño de tierra, los miré a lo lejos. Los saludé y ya no supe más de ellos.


El tío Roberto —supe— murió. La tía Meche —creo recordar— se fue a los Estados Unidos con sus hijos. De los campos de El Fresnito partieron hacia los campos de California… 


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