Fernando G. Castolo
Artífice
de la palabra, escrita y hablada que, cual filigrana, va hilvanando
con magistral maestría y nos la comparte con efusivo entusiasmo.
Hombre pulcro, sencillo, humilde, de una altura y una dimensión
superior a nuestro ordinario entendimiento. Se deja extasiar por la
belleza de estos paisajes enseñoreados y los redibuja con la
solemnidad que sólo un ser asistido por la mística divina podría
hacerlo.
Así es Vicente Preciado Zacarías cuya alma, según
el escritor y coterráneo Juan José Arreola, llega al coro de los
alados Ángeles que al triste mortal custodian… Don Vicente es luz
que ilumina las mentes mansas de una sociedad que cada vez está más
desprovista de las sensaciones que nos provoca una buena lectura y
logra transportarnos a la magia de esa travesía, elevándonos a la
imagen simple de los complejos creadores que dan vida a sus
historias… Pero don Vicente no solamente nos transmite emociones
ajenas, él mismo es un creador incansable, cuyos pocos lectores han
gozado de su amena escritura, donde ventila el gran amor que tiene
por esta tierra de las mazorcas y de los zapotes: su ordo amoris…
Solamente un personaje de la talla de Preciado Zacarías puede hacer
patente la trascendencia de una geografía tan emblemática como lo
es Zapotlán, porque en su cansada renuncia a las luces del
protagonismo se somete a las sombras del anonimato donde calladamente
sigue cincelando las palabras, para darnos a conocer su verdadera
grandeza, aquella que se concibe por la sola gracia de llevar una
vida congruente y comprometida en el ser y el hacer… Los fantasmas
de sus grandes maestros y amigos zapotlenses ahora le asisten con
benevolencia: Alfredo Velasco Cisneros, María Cristina Pérez
Vizcaíno, Roberto Espinoza Guzmán y Juan José Arreola Zúñiga.
Su gloria es la gloria de todos ellos, porque perviven a través de sus recuerdos. Quédate con nosotros maestro, quédate muchos años más, y sigue iluminando con tu sapiencia la penumbra de este valle de Zapotlán…

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