Salvador Encarnación
En
el Mulbar (planta baja), un edificio de Guadalajara que
arquitectónicamente parece que está en los huesos, ahí se ubica el
restaurante La Gorda. Entre otras sucursales, ésta es mi preferida.
Se le conoce también como la del centro porque se ubica en la
avenida Corona, a tres cuadras de Palacio de Gobierno.
Antes
del Covid 19, el restaurante dejaba ver por sus dos ventanales los
blanquísimos manteles blancos que cubrían las mesas aunados la
felicidad de los comensales. Era el principio de una envidia grande,
la suficiente como para entrar. Por cuestiones de salud, ahora las
mesas están descubiertas y cumplen con ello los protocolos
sanitarios.
El
comentario de un amigo me obligó a entrar por primera vez. “En
este restaurante venden un pipián estilo Zacoalco”. De inmediato
recordé aquel que hacía mi abuela Felicitas mejor conocida como
Febronia: suave, terso, hecho a metate, acompañado con sopa de arroz
rojo y trozos de chile verde. Dicho de paso, el pipián es una
salsa espesa donde predomina la semilla de calabaza. En los moles,
predominan los chiles. Prosigamos. Eran como las tres de la tarde,
recuerdo. El tráfago de la ciudad, la compra de libros y discos
entre otros menesteres me hizo ver al restaurante como un oasis.
Entramos. Éramos tres a la mesa: un zacoalquense, un tonalteco, y un
madrileño hipocondriaco. Aprovechando que pasó a lavarse las manos,
pregunté.
—¿Y ese Manolo? Canta, baila, pinta, escribe…
—Anda en la cultura.
—Oh.
La
mesera, amable, dejó tres cartas y se retiró. Al leer comprobé que
la especialidad es la comida mexicana: sopes, tacos, pozole,
enchiladas, carne en su jugo, pipián, mole... “El que es panzón
aunque lo fajen”, decía mi abuela en tanto deglutía inmensos
platillos.
El
tonalteco pidió un pozole, el madrileño unas enchiladas y yo, un
pipián de pollo:
—¿Con qué pieza? Me preguntó la mesera.
—Con….
—¡Con el paladar y las crestas! Aseguró el tonalteca.
—¡Con el culo! Gritó el madrileño.
La
expresión de la mesera cambió de inmediato. Seria, recogió las
cartas y se retiró. Apenas íbamos a comentar cuando llegó un
mesero. Un tanto serio, dijo.
—Este es un restaurante familiar. Por favor cuiden sus palabras.
—Este —dije yo— es un gachupín. En España esa palabra es de uso común. No tiene la carga como aquí en México.
—Ah,
sí, claro…
El
madrileño estaba rojo. “La bronca que os he causao” dijo por lo
bajo.
Desde entonces, hace años, soy cliente de La Gorda. Cuando voy a Guadalajara y ando por el centro, sin pensarlo acudo a ese restaurante. Otras veces he ido a tomar un jugo, agua fresca, un café. Cierta vez fui a ese restaurante con el Cone, un filósofo sin trabajo. “La vida es corta y se desperdicia trabajando” era su lema. Por ende, no desperdiciaba ninguna invitación a comer. “Soy estándar”, aseguraba. Y comía con fervor todo lo que le invitaban. Al leer la carta, él pidió un pozole y yo una carne en su jugo.
—¡Que buen pozole! —Aseguró el Cone—. Lástima que soy feo, pobre y filósofo. De lo contrario me casaba con La Gorda. ¿Cuál es?
Tardé tiempo en convencer a mi
familia para ir a ese restaurante. “Más que restaurante suena a
kermés”, decían alegres y como disculpa. Un día llegamos. Cada
quien engulló su comida: sopes, mole, pepián, carne en su jugo… Y
un agua de horchata. Desde entonces todos somos clientes. Un día de
esos, pasando la cuadra, un señor me dio una propaganda. Era de La
Gorda. Al pagar y mostrar ese anuncio, el restaurante bajaba la
cuenta en un diez por ciento. Ja. Ya para qué.
Para los del sur, ya abrieron otro restaurante por bosques de santa Anita. Se llega por el boulevard Bosques de santa Anita que se ubica casi enfrente de la avenida Ramón Corona, la entrada por López Mateos a la población. Decidimos llegar, cenar, y seguir nuestro camino. El mesero, después de anotar la orden, nos preguntó: “¿Algo más? La cocina se cierra a las diez”. Miré el reloj. Eran las nueve con cincuenta y cinco minutos.
—Vaya con la orden. Le dije. Le quedan tres minutos.

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