Víctor Hugo Prado
Uno
de los signos más preocupantes del deterioro democrático es la
incapacidad de un gobierno para escuchar a quienes sostienen, con su
trabajo, la vida económica y social del país. Ayer lo vimos
claramente: una movilización nacional en más de 20 estados paralizó
carreteras desde las ocho de la mañana. No fue un capricho ni una
maniobra política; fue un reclamo directo para exigir seguridad en
los caminos, frenar la extorsión y garantizar condiciones mínimas
para el campo.
El megabloqueo, convocado por la Asociación
Nacional de Transportistas (ANTAC), el Movimiento Agrícola Campesino
(MAC) y el Frente Nacional para el Rescate del Campo, expresó una
frustración acumulada durante años. La impunidad con que se roba
carga, se secuestran unidades y se pone en riesgo la vida de los
conductores no es una percepción: es una realidad diaria. Y cada
bloqueo tiene un costo social y económico que pagan miles de
familias.
No son los únicos. Más de 50 colectivos de madres
buscadoras siguen recorriendo el país en busca de sus hijos
desaparecidos, sin respuestas ni acompañamiento del Estado. En
Michoacán, aguacateros y limoneros viven bajo la extorsión del
crimen organizado; varios productores —Hipólito Mora, Alejandro
Torres Mora, Bernardo Bravo y el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo—
pagaron con su vida el hecho de alzar la voz.
También están
las familias de niñas y niños con cáncer a quienes se les han
negado medicamentos bajo el argumento de retrasos en compras y
fabricación. O los jóvenes de la llamada generación Z, que el 15
de noviembre salieron a protestar contra la inseguridad, la
corrupción y la falta de oportunidades, y que de inmediato fueron
descalificados como “bots”, como si sus reclamos fueran digitales
y no profundamente humanos: educación, salud, vivienda, empleo, la
posibilidad básica de construir un futuro en su propio país. A
cambio recibieron golpes, toletazos, gases lacrimógenos y cárcel
para escarmiento de los que protesten.
A ello se suman quienes
enfrentan largos tiempos de espera en el IMSS y el ISSSTE, la falta
de medicamentos, los bajos salarios, la gentrificación que expulsa a
miles de habitantes de sus barrios y, en general, una sensación
extendida de abandono. No sorprende que, según La
Jornada, en sólo 11
meses la Ciudad de México haya registrado 2,761 movilizaciones.
Lo
más grave no es la protesta: es la sordera. Calificar cada
inconformidad como una conspiración de “prianistas” o “fifís
neoliberales” es una forma de evadir responsabilidades. Ignorar a
la ciudadanía erosiona la legitimidad, alimenta la inestabilidad y
puede desembocar en una crisis democrática.
Conviene recordar
las palabras de quien fuera Premio Nobel de la Paz en 1986, Elie
Wiesel: “Juré nunca
mantenerme en silencio cuando los seres humanos soportasen
sufrimiento y humillación. Siempre debemos tomar parte. La
neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio
alienta al torturador, nunca al torturado”.


No hay comentarios.:
Publicar un comentario