martes, 25 de noviembre de 2025

Cuando el poder deja de escuchar


Víctor Hugo Prado



Uno de los signos más preocupantes del deterioro democrático es la incapacidad de un gobierno para escuchar a quienes sostienen, con su trabajo, la vida económica y social del país. Ayer lo vimos claramente: una movilización nacional en más de 20 estados paralizó carreteras desde las ocho de la mañana. No fue un capricho ni una maniobra política; fue un reclamo directo para exigir seguridad en los caminos, frenar la extorsión y garantizar condiciones mínimas para el campo.



El megabloqueo, convocado por la Asociación Nacional de Transportistas (ANTAC), el Movimiento Agrícola Campesino (MAC) y el Frente Nacional para el Rescate del Campo, expresó una frustración acumulada durante años. La impunidad con que se roba carga, se secuestran unidades y se pone en riesgo la vida de los conductores no es una percepción: es una realidad diaria. Y cada bloqueo tiene un costo social y económico que pagan miles de familias.

No son los únicos. Más de 50 colectivos de madres buscadoras siguen recorriendo el país en busca de sus hijos desaparecidos, sin respuestas ni acompañamiento del Estado. En Michoacán, aguacateros y limoneros viven bajo la extorsión del crimen organizado; varios productores —Hipólito Mora, Alejandro Torres Mora, Bernardo Bravo y el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo— pagaron con su vida el hecho de alzar la voz.




También están las familias de niñas y niños con cáncer a quienes se les han negado medicamentos bajo el argumento de retrasos en compras y fabricación. O los jóvenes de la llamada generación Z, que el 15 de noviembre salieron a protestar contra la inseguridad, la corrupción y la falta de oportunidades, y que de inmediato fueron descalificados como “bots”, como si sus reclamos fueran digitales y no profundamente humanos: educación, salud, vivienda, empleo, la posibilidad básica de construir un futuro en su propio país. A cambio recibieron golpes, toletazos, gases lacrimógenos y cárcel para escarmiento de los que protesten.

A ello se suman quienes enfrentan largos tiempos de espera en el IMSS y el ISSSTE, la falta de medicamentos, los bajos salarios, la gentrificación que expulsa a miles de habitantes de sus barrios y, en general, una sensación extendida de abandono. No sorprende que, según La Jornada, en sólo 11 meses la Ciudad de México haya registrado 2,761 movilizaciones.





Lo más grave no es la protesta: es la sordera. Calificar cada inconformidad como una conspiración de “prianistas” o “fifís neoliberales” es una forma de evadir responsabilidades. Ignorar a la ciudadanía erosiona la legitimidad, alimenta la inestabilidad y puede desembocar en una crisis democrática.

Conviene recordar las palabras de quien fuera Premio Nobel de la Paz en 1986, Elie Wiesel: “Juré nunca mantenerme en silencio cuando los seres humanos soportasen sufrimiento y humillación. Siempre debemos tomar parte. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al torturador, nunca al torturado”.



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