Víctor Hugo Prado
El
México contemporáneo vive una etapa de tensión cívica en la que
la represión —franca o disimulada— puede surgir desde un
discurso, una conferencia de prensa o una narrativa oficial que
intenta desestimar el disenso. A esa represión velada se suma la
captura de instituciones que deberían equilibrar el poder: las
Cámaras de Diputados y Senadores, el Poder Judicial y los órganos
autónomos que, hasta hace unos años, limitaban el autoritarismo en
temas cruciales como telecomunicaciones, competencia económica,
energía o educación. Hoy esas tareas quedaron bajo control directo
del gobierno, debilitando la certeza jurídica y reduciendo las
garantías de imparcialidad en decisiones de vigilancia y regulación.
Pero
la forma más grave de represión es la que atenta contra la
integridad física de ciudadanos y gobernantes. Lo vimos el 15 de
noviembre, cuando miles de jóvenes —y también quienes ya no lo
son— marcharon para protestar contra la violencia, la inseguridad,
la corrupción y la ausencia de oportunidades. Jóvenes que exigen
condiciones reales para desarrollarse en lo educativo, lo social y lo
político.
La
Presidenta dejó entrever su visión sobre el futuro de esos jóvenes.
Perdió una oportunidad histórica para rectificar: pudo abrir
canales de diálogo, reconocer el malestar y conducir políticamente
la crisis. No ocurrió. En cambio, volvió a colocarse en el papel de
víctima. La ofendida, según su discurso, era ella; no el pueblo
michoacano, no las madres y padres de miles de desaparecidos, no los
jóvenes que no pudieron ingresar a las aulas, los que carecen de
empleos dignos, no las familias que sufren los estragos del crimen
organizado: reclutamiento, secuestro, extorsión.
Desde
el discurso oficial se justificó la brutalidad policial acusando a
los manifestantes capitalinos de violentos, pese a que las
provocaciones de personas encapuchadas —vestidas de negro y ligadas
a cuerpos antimotines— están documentadas.
Qué
terquedad en quebrantar su propia legitimidad, en desgastarse
inútilmente, en escuchar solo a los incondicionales y descalificar a
ciudadanos de carne y hueso. Qué riesgo encierra amenazar con
rastrear a los cibernautas que convocaron a la marcha, como si
disentir fuera un delito.
A
nadie le conviene una confrontación creciente en un momento delicado
para el país: con la amenaza de Donald Trump de intervenir para
combatir al crimen organizado en territorio mexicano y con la mirada
del mundo puesta en nosotros ante la proximidad del Mundial de
futbol, del cual México es sede. Ante la turbulencia política, la
ruta óptima es y seguirá siendo el diálogo.

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