Víctor Hugo Prado
En
los últimos días, seguramente ha escuchado hablar con frecuencia de
la llamada Generación Z, integrada por quienes nacieron entre 1997 y
2012. En México representan una quinta parte de la población, es
decir, entre 21 y 25 millones de jóvenes que hoy tienen entre 13 y
28 años. Son una generación que creció conectada: internet, redes
sociales y tecnología forman parte de su naturaleza. Y es
precisamente desde esas plataformas donde hoy deciden organizarse y
expresarse.
Están convocando movilizaciones para el 15 de
noviembre en unas cuarenta ciudades del país, incluida la Ciudad de
México, para protestar contra la indolencia de un gobierno que
presume un país perfecto, al que —según su narrativa— solo le
falta “concluir la transformación”. Pero los jóvenes disienten.
Reclaman seguridad, justicia y transparencia, impulsados, entre otras
razones, por el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, un
hecho que se ha convertido en símbolo del hartazgo ante la violencia
y la impunidad.
Sus demandas son claras: poner fin a la
corrupción, la impunidad y la violencia generalizada, exigir mejores
oportunidades laborales y, sobre todo, afirmar que los jóvenes
tienen voz propia. No buscan una bandera partidista ni una causa
prestada: quieren recuperar la esperanza ciudadana.
En sus
propias palabras —difundidas en redes—, se definen como una
generación sin ideología fija ni intereses ocultos, cansada del
abuso y la corrupción que han plagado al país por décadas. No se
asumen de izquierda ni de derecha, pero sí convencidos de que no
pueden seguir agachando la cabeza ante la indiferencia. Su mensaje es
simple y poderoso: nadie
vendrá a salvarnos; nuestro futuro depende de nosotros mismos.
La
historia mundial está llena de ejemplos donde los jóvenes marcaron
puntos de inflexión en el destino de las naciones: los estudiantes
del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos en los
sesenta; los inconformes del Mayo francés de 1968, que inspiraron
protestas en México y otras partes del mundo; los jóvenes del
levantamiento de Soweto en Sudáfrica contra el apartheid; los de las
revueltas árabes de 2011, que derrocaron dictaduras; y más
recientemente, la Generación Z de Nepal, cuya movilización contra
la corrupción y el nepotismo provocó la renuncia del primer
ministro. Cada uno de esos movimientos nació de la inconformidad
moral y la conciencia cívica de los jóvenes.
Hoy, México
tiene frente a sí una oportunidad semejante. El gobierno debería
abandonar la descalificación, la soberbia y la intolerancia, y
escuchar las voces de una juventud que no busca privilegios, sino un
país en el que valga la pena vivir.
Porque cuando los jóvenes
despiertan, ningún poder es suficiente para silenciarlos.

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