Víctor Hugo Prado
Muchas
noticias generan entusiasmo, sobre todo cuando reflejan avances en
salud, educación, medio ambiente, seguridad o en el combate a la
corrupción. Una de ellas ha sido la disminución de la pobreza en
México, dato difundido ampliamente en medios tras el reporte del
Inegi. Según el organismo, en 2024 el 29.6% de la población seguía
en situación de pobreza: tres de cada diez mexicanos carecían de al
menos un derecho social básico y su ingreso no alcanzaba para una
canasta básica. Entre 2022 y 2024, la pobreza multidimensional pasó
de 46.8 a 38.5 millones de personas, y la pobreza extrema bajó de
9.1 a 7 millones.
Estos datos, aunque celebrados oficialmente,
requieren un análisis más profundo, pues el Inegi ya no goza de
plena autonomía. El discurso gubernamental presume haber sacado de
la pobreza a más de 13 millones de personas, principalmente gracias
al aumento del ingreso familiar derivado de dos factores: los
programas sociales y el alza significativa del salario mínimo
durante el sexenio pasado. Ambas medidas han incrementado el flujo de
efectivo en los hogares, lo que genera un efecto positivo en el
consumo y la recaudación fiscal.
El problema es la
sostenibilidad de ese flujo. Ninguna fuente de ingreso extraordinario
es perpetua, y la economía mexicana lleva años estancada, sin
generar el crecimiento necesario para sostener estas políticas. El
consumo, de hecho, muestra una tendencia a la baja. Como lo dice Luis
Lozano Olivares, en un artículo sobre pobreza en el Diario
Excelsior: “el pastel económico no crece, pero hay cada vez más
bocas que alimentar”.
El mismo Lozano señala que “el
gobierno ha mantenido el circulante reduciendo gasto en rubros
estratégicos —infraestructura, salud, educación— y aumentando
la deuda pública a niveles no vistos en décadas. Esta “tarjeta de
crédito” garantiza alivio inmediato, pero hipoteca el futuro, pues
serán los próximos mexicanos quienes paguen esa deuda”.
Por
su parte, el incremento salarial recae en las empresas. Es justo que
los trabajadores reciban más, pero para que sea sostenible, el
Estado debe facilitar condiciones de competitividad: reducir costos
de energía, mejorar seguridad, impulsar inversión y fortalecer la
infraestructura. De lo contrario, los salarios se vuelven un factor
de presión más que de desarrollo.
En conclusión, el
incremento del flujo de efectivo actual es real, pero frágil. La
única forma de hacerlo sostenible es con políticas de largo plazo
basadas en educación, infraestructura y energía. Sin ello, los
avances que hoy se celebran corren el riesgo de ser solo temporales.
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