Víctor Hugo Prado
Si
pensábamos que ya lo habíamos visto todo en materia de
desmantelamiento institucional en México, impulsado por quienes hoy
detentan el poder con un Congreso a su servicio, estábamos
equivocados. A finales de la semana pasada, la presidenta de la
República anunció la creación de la Comisión Presidencial para la
Reforma Electoral. Con ello, se perfila un paso más —enorme y
preocupante— hacia el debilitamiento de la democracia en nuestro
país.
Esta reforma busca eliminar las diputaciones y
senadurías de representación proporcional —conocidas como
plurinominales—, reducir el financiamiento público a los partidos
políticos y que las elecciones sean organizadas por un Instituto
Nacional Electoral (INE) sometido al control gubernamental, es decir,
sin autonomía. En otras palabras, se busca que el propio gobierno
organice los procesos electorales.
Paradójicamente, muchos
políticos encumbrados, incluso dentro de Morena, el PT y el Verde,
llegaron al Congreso gracias precisamente a la representación
proporcional. Estas figuras, que hoy impulsan su eliminación, fueron
beneficiarios directos de este mecanismo. No debe olvidarse que las
diputaciones y senadurías plurinominales han sido clave para
garantizar representación a las minorías políticas, permitiendo
una mayor pluralidad en el Congreso de la Unión. Este sistema fue
uno de los pilares del inicio de la apertura democrática en
México.
Es cierto que muchos ciudadanos preferirían que todos
los legisladores fueran electos por voto directo. Pero en un país
donde se ha reconstruido un sistema de partido hegemónico, como en
los tiempos del PRI, eliminar los espacios de representación
proporcional significa dar un paso hacia el autoritarismo. La
pluralidad legislativa no es un lujo: es una garantía contra el
totalitarismo.
La reducción del financiamiento público a los
partidos tiene el mismo propósito: debilitar a la oposición. Para
el partido en el poder, esto no representa un problema, pues en los
regímenes autoritarios, el partido y el gobierno son
indistinguibles, y sus recursos se confunden.
Finalmente, la
intención de quitar autonomía al INE es quizá el golpe más grave.
De prosperar, las elecciones en México ya no garantizarían
legalidad, certeza, objetividad, transparencia ni imparcialidad.
Una
verdadera reforma electoral debe fortalecer la democracia, dar voz a
todas las fuerzas políticas y garantizar condiciones de competencia
equitativa. No debe eliminar voces opositoras, sino surgir del
consenso amplio con organizaciones sociales, empresariales,
universidades y expertos. No podemos permitir una reforma parcial y
sesgada que sólo beneficie al partido en el poder. Se trata de
avanzar, no de retroceder décadas en nuestra frágil y amenazada
democracia.
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