Abel Pérez Zamorano
El
Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública dio
a conocer que, durante el primer semestre del actual gobierno, en
abril pasado, el número diario de homicidios se redujo en 32.9 por
ciento. Pero como un mentís a tan alegre noticia, la percepción
social de inseguridad sigue aumentando. En el tercer trimestre del
año pasado, al finalizar el sexenio anterior, 58.6 por ciento de la
población consideraba inseguro vivir en su ciudad; para diciembre
aumentó a 61.7 por ciento. Y sigue.
La Encuesta Nacional de
Seguridad Pública Urbana (ENSU), realizada por el Inegi en 91
ciudades, al cierre del segundo trimestre de este año, arroja que,
en promedio, 63.2 por ciento de la población tiene percepción de
inseguridad. Es decir, casi dos tercios de la población urbana del
país vive con miedo. En 16 ciudades, el porcentaje supera el 80 por
ciento, y en dos rebasa el 90. En 63 de 91 ciudades aumentó la
percepción de inseguridad entre junio de 2024 y junio de este año.
A mayor abundamiento, en el apartado “Percepción sobre la
efectividad del gobierno de su ciudad para resolver las principales
problemáticas”, a nivel nacional apenas 30.1 por ciento respondió
“muy efectivo o algo efectivo”. La población no se siente
protegida por las autoridades, a las que considera incapaces de
brindarle seguridad. La población, pues, vive con miedo; siente
justificado temor a salir de sus hogares, temor fundado en la
experiencia diaria de miles y cientos de miles de familias víctimas
del crimen.
Las consecuencias e implicaciones de la inseguridad
son múltiples. Afecta seriamente la salud. “En México hay
indicadores que señalan que la violencia colectiva ha impactado de
manera negativa la salud mental (…) y que los principales causantes
son la delincuencia organizada y agentes estatales, plantea Dení
Álvarez-Icaza González, quien, junto con el exrector de la UNAM,
Juan Ramón de la Fuente, coordinó el libro Salud Mental y violencia
colectiva. Una herida abierta en la sociedad (…) La violencia es
uno de los principales generadores de problemas de salud mental”
(El Economista, 30 de mayo de 2022).
A mayor concreción,
según la Secretaría de Salud (cuatro de abril de 2024), con datos
de la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) y el
Inegi: “en México 19.3 por ciento de la población adulta padece
síntomas severos de ansiedad y más de 30 por ciento los presenta de
forma leve o moderada”. Así, casi uno de cada tres adultos padece
esa alteración de la que, ciertamente, la inseguridad no es causa
única, pero sí un factor importante. Y esto ocasiona infelicidad,
aunque se nos repita machaconamente que somos uno de los países más
felices del planeta ¡en medio de este horror!
Y no hay duda:
con la pérdida de salud viene la pérdida de productividad. En
materia económica, la inseguridad afecta la inversión, así como el
funcionamiento y las utilidades de los negocios, sobre todo de los
pequeños, más débiles y vulnerables; eleva considerablemente los
costos de operación de las empresas y las pérdidas por robo,
afectando la competitividad económica del país.
La situación
ha hecho crisis y tiene graves implicaciones incluso en términos de
soberanía nacional. Aunque a ojos vistas lo hace soterradamente
desde hace años, el gobierno de Estados Unidos (EE. UU.) ha
amenazado con intervenir militarmente en México, ahora abiertamente,
“para imponer orden”. El cinco de mayo pasado, The New York Times
cabeceó así una nota: Trump pidió a México dejar entrar tropas de
EE. UU. para combatir a los cárteles. La respuesta formal fue
negativa, pero hay que ver las cosas en la realidad. Además, el
enfoque de Trump es erróneo de origen, pues ignora el problema de
raíz, a saber: que, como lo señala insistentemente la prensa, de
EE. UU. provienen las armas empleadas por la delincuencia. Recuérdese
que el sector armamentista es fundamental para la economía
estadounidense, cuya industria militar obtiene así cuantiosas
ganancias gracias a la violencia que sufre nuestro pueblo. Así pues,
más que andar haciéndole al gendarme del mundo, Donald Trump
debiera, si realmente le preocupa, resolver la situación
interna.
Asimismo, como es sabido, el tráfico de drogas tiene
como incentivo la gran demanda desde EE. UU., pagada en dólares.
Entre los estadounidenses de 12 años o más: “más de la mitad de
las personas (51.2 por ciento) han consumido drogas ilícitas al
menos una vez; las sobredosis de drogas han matado a más de un
millón de personas en EE. UU. desde 1999; 47.7 millones eran
consumidores actuales de drogas ilegales (consumidas en los últimos
30 días) en 2023; el 16.8 por ciento consumieron drogas en el último
mes, un aumento de 1.9 por ciento año tras año” (National Center
for Drug Abuse Statistics). Además de que existe allá una fuerte
demanda, la prensa nunca ha publicado la captura de algún pez gordo
en EE. UU. ¿Es que no hay bandas ni capos? ¿La droga llega sola a
barrios y ciudades? Seguramente el negocio tiene poderosos
protectores, tanto que opera sin ser ni señalado ni molestado.
En
México, el combate a la delincuencia ha ignorado por completo sus
raíces sociales y económicas y, consecuentemente, las ha
desatendido. Los gobiernos se han circunscrito a aplicar medidas
policiacas, y muy mal, por cierto. Al respecto, y, dicho sea de paso,
cuánta razón tenían quienes oportunamente advirtieron que sacar al
Ejército a las calles como policías era un error estratégico, pues
no está entrenado para realizar esas funciones. Y después de casi
siete años, los resultados arriba expuestos lo confirman con
creces.
El sustrato social de la delincuencia está en la
creciente pobreza y la acumulación insultante de la riqueza; sólo
para ilustrar: hay casi diez millones de personas en pobreza extrema
(es decir, con hambre), y 8.6 millones de jóvenes en edad de ir a la
universidad, pero que no pueden ingresar a las escuelas ni trabajar,
condenados así al ocio forzoso. El desempleo es gigantesco, aunque
se pretenda ocultarlo: cerca del 60 por ciento de todas las personas
ocupadas lo están en el sector informal, en actividades de
sobrevivencia, haciendo lo que pueden para sostener a sus familias
bajo su propio riesgo, porque el sector formal no ofrece suficientes
empleos, o éstos son miserablemente pagados, insuficientes para el
sustento familiar, lo cual obliga a millones de trabajadores a
laborar horas extras y extensas jornadas para mejorar sus precarios
ingresos.
El campo sufre un lamentable abandono en materia de
crédito a productores, inversión en infraestructura y educación.
Este año estamos importando cantidades récord de maíz blanco y
amarillo, en detrimento de nuestros productores. Las cosechas se
pagan muy mal. En este ambiente encuentra condiciones propicias el
desarrollo de las actividades delictivas. López Obrador prometió
atacar las raíces sociales del crimen, lo cual hubiera sido
correcto… pero no lo hizo. Con todo lo útiles que sean, y que la
gente debe tomarlas como un derecho, las tarjetas de los programas
sociales no han mejorado la vida de los mexicanos pobres, ni pueden
regresar la pérdida de seres queridos ni dar tranquilidad a las
familias.
Atender las necesidades sociales (salud, vivienda,
empleo y mejores salarios, educación, servicios públicos, etc.)
sigue siendo la solución de raíz, lo cual no excluye una labor
científica, estratégica de combate a la delincuencia, pero ninguna
de las dos cosas se está haciendo. Es necesario abatir los altísimos
niveles de pobreza y frenar la acumulación de la riqueza en unas
cuantas fortunas, que empuja a grandes sectores sociales a buscar en
la ilegalidad lo que la sociedad les niega en el marco de la ley. La
delincuencia es correlato inevitable de la acumulación.
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