Salvador Encarnación
“Desayuna como rey, come como príncipe y cena como esclavo”, sostiene una vieja conseja popular para conservar una vida, y figura, sana. Así que, si usted amanece sin apetito, desayunar en el restaurante Paramo, es una buena opción si atiende las siguientes instrucciones: inicie su caminar en la puerta de catedral. Tome la calle Ramón Corona hasta Ocampo. De vuelta hacia Las Peñas, y cuesta arriba camine ocho cuadras. Cruce la avenida don Serafín y siga una cuadra más. De vuelta a la derecha por la calle Peñón y tome Donato Guerra dos cuadras más rumbo al cerro. Todo a paso rápido. Después de media hora (el tiempo de caminata diaria que recomiendan los médicos del Seguro) usted llegará con un hambre de león al Páramo.
Si de plano amanece con un buen
apetito, señal de buena salud, tome su auto y diríjase al
restaurante. Sí sale de catedral, son cuando mucho son diez minutos
de traslado.
La sorpresa agradable e inicial
que ofrece el restaurante es la vista al exterior. El pequeño jardín
que se forma entre las calles De la Reja, Ocampo y Los Guayabos se
luce al máximo. El día que acudimos estaba nublado, con un leve
frillito por causa efecto de Priscilla,
el huracán. “Se impone un café de olla”, invité. El cronista
de Zapotlán, con un gusto casi conventual, pidió un chocolate
deslactosado, pan dulce con frutos rojos del bosque y molletes. Acá,
nobis,
con hambre pueblerina (es decir con toda la gama que existe, a saber:
celular, mental, de corazón, social, visual, olfativa, y la de
justicia, inclusive) pedimos el café, unos chilaquiles rojos,
(recomendados por el camarero), con un huevo montado (recomendado por
mi buen apetito). Más un café capuchino. Cuatro a la mesa.
Como marca el canon, pasamos al
baño a lavarnos las manos. Los encontré limpios, con jabón al
máximo, abundante agua y servilletas desechables. Para acceder a
ellos construyeron una rampa que suple a las molestas escaleras.
Primero llegó el chocolate, por
supuesto. En la mesa, principalmente, hay formas. La espuma que
coronaba el jarro y su fragancia, me hicieron recordar el pasaje de
Noticias del Imperio,
cuando Carlota, la efímera emperatriz de México, visitó al Papa
Pío IX en el Vaticano. La royal llegó sin anunciarse. El Papa
desayunaba. Sorpresivamente ella metió sus dedos en la tasa de
chocolate que el Papa consumía. Le comenté la lectura al cronista y
él, con una brevedad franciscana, expresó: “Bella lectura.
Histórica”.
Con sigilo, colocaron en la mesa la tabla con los panes y los frutos.
Llegó el café de olla y el
capuchino. Luego, los chilaquiles servidos en un plato hondo,
acompañados con frijoles, queso y cebolla desflemada. En unos
minúsculos contenedores sirvieron las salsas sin picor al estilo
Guadalajara.
En lo personal, a mí me gustan
los chilaquiles crujientes. Que truenen. Ahora, en los restaurantes
los sirven crocantes, casi blandos. Como para personas con dentadura
floja. En este segundo término están los de Páramo.
Aún así son de buen sabor. Otro cambio es que los acompañan con
birote en vez de tortillas. Ya pasaron aquellos tiempos cuando la
combinación con tortillas era un “encuentro de nubes”.
El cronista, entre sorbo y sorbo
a su chocolate, platicó de lo extensa que es ahora la ciudad. Cuando
lugares contiguos al restaurante eran un bosque y allá, a unos
pasos, estaba la capilla vetusta de La Reja.
En su conjunto, el restaurante es apacible. Eso hace que se aprecien los sabores e invita a una buena plática o una buena lectura. Lo visitamos el martes siete de octubre. La papeleta de cobro incluye la leyenda “propina no incluida”. Este gesto queda a criterio del comensal. Excelente.
La palabra páramo está
prácticamente reservada para la novela Pedro
Páramo con el
significado de terreno yermo, árido. Pero tiene otro menos usado. El
que se refiere a una alta montaña y su verdor. En esta segunda
acepción está utilizado el nombre del restaurante.
Quedamos en regresar.
Excelente lectura que incita a mi apetito y a visitar Páramo el restaurante
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