Abel
Pérez Zamorano
“Dos linajes solos hay en el mundo,
como decía una agüela mía,
que son el tener y el no tener”
(Miguel de Cervantes).
como decía una agüela mía,
que son el tener y el no tener”
(Miguel de Cervantes).
La propiedad privada no es una cosa
(aunque adopte esa apariencia) sino una relación social. Es un hecho
histórico, pues no ha existido siempre, es decir, no es algo
natural. Fue resultado de relaciones sociales. Concretamente,
apareció cuando el desarrollo de la producción permitió que
surgiera el excedente, sobrante de riqueza por encima de la
estrictamente necesaria para la subsistencia de los trabajadores y
sus familias. Mientras todos los miembros de la comunidad poseían
iguales derechos sobre los medios de producción, también los
poseían sobre el producto del trabajo. La propiedad privada es por
definición excluyente: excluye a las personas tanto del trabajo como
del disfrute de lo producido.
El Estado mismo, efecto del
régimen de propiedad privada, tampoco existió siempre –como
expuso de mano maestra Engels en su célebre obra El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado. No surgió “naturalmente”
con la sociedad para hacer a los hombres respetuosos y pacíficos,
ciudadanos en actitud de vivir en buena paz y armonía. Surgió
cuando la sociedad se escindió en clases: en poseedores y
desposeídos; hubo algunos que se apropiaron de la riqueza creada y
debieron diseñar mecanismos para protegerla frente a los
hambrientos. Y esa función de escudo cumplen hasta hoy el Estado y
el derecho. Los códigos jurídicos en los países capitalistas
fueron diseñados para tal efecto, como es el caso, por ejemplo, del
código napoleónico de 1804.
Mientras los hombres tuvieron
acceso a sus medios de producción (como artesanos, campesinos,
pescadores, etc.), pudieron trabajarlos con sus propias fuerzas y
–por ende–, disponer del producto de su esfuerzo. Fue
precisamente cuando el capitalismo en su desarrollo despojó a los
pequeños propietarios de sus medios cuando se impuso el dominio
pleno del capital, proceso que inició con la acumulación originaria
del capital, como la llamó Marx, y que continúa su acción
depredadora hasta hoy. Precisamente la propiedad sobre los medios
otorga el control sobre los productos.
No debe confundirse
–como perversamente pretenden los grandes capitalistas– la
propiedad privada de los medios de consumo, es decir, bienes
indispensables para la vida personal, y, de otra parte, la propiedad
privada sobre los medios fundamentales de producción, que permite a
las clases poseedoras decidir quién puede tener acceso al trabajo y
quién no. En la sociedad feudal, la gran propiedad terrateniente
determinaba el grado de poder de una persona. En el capitalismo, en
cambio, es el poder del dinero y el monopolio de los medios de
producción, que permite someter a otros al imperio de la propiedad.
Por ejemplo, el desarrollo tecnológico no tendría por qué ser una
fatal condena al desempleo cuando se introducen mejoras en los
procesos productivos, como ocurre hoy con los famosos “recortes”
que lanzan a la calle a millones de personas. Si la propiedad fuera
social, sería impensable que unos propietarios despidieran a
otros.
Consecuentemente, mientras impere el dominio absoluto de
la propiedad privada, serán los propietarios, por sí y ante sí, y
en su personal provecho, quienes decidan el destino de toda la
humanidad. Tendrán en sus manos la potestad, por ejemplo, de decidir
quién pueda trabajar: sólo el dominio omnímodo de la propiedad
privada permite que alguien, dueño de los medios, tenga el poder
absoluto para condenar a millones de seres a la desocupación y el
hambre; o a la inversa, llamarlos nuevamente cuando la reactivación
de la economía así lo requiera. En el propio proceso productivo,
las relaciones de propiedad determinan qué papel juegan las
personas, incluyendo obviamente la forma y el monto en que cada clase
social se apropie la riqueza.
Obviamente, en la sociedad
capitalista impera el mercado como relación social de propiedad
privada de mercancías y dinero, condición indispensable para el
intercambio mercantil. Salvo anomalías, normalmente nadie puede
vender lo que no es suyo. Así, la propiedad sobre las mercancías
permite que haya quienes se apropien de ellas y tengan el poder para
venderlas. El mercado es precisamente el mecanismo mediante el cual
se ejecuta ese intercambio basado en la propiedad: si alguien carece
de dinero, tampoco podrá tener acceso a las mercancías, así se
esté muriendo de hambre o incluso si fue él mismo quien las
produjo.
Pero el poder no se limita a la propiedad y la
posesión de los medios de producción, es decir, al ámbito
estrictamente económico. Se extiende a toda la vida social. Quien
posee los medios para producir, se adueña por consecuencia del poder
político. La historia enseña que quienes detenten el poder
económico tendrán también el control del aparato del Estado. Pero
no sólo eso. En el terreno de las ideas, las clases poseedoras son
dueñas también de los medios para aleccionar mentalmente a la
sociedad toda: controlan la producción científica, los medios de
creación artística (editoriales, empresas cinematográficas,
creación teatral), escuelas y universidades, donde aleccionan a
niños y jóvenes y moldean sus ideas. Es decir, lo que en una
determinada época se piensa, es lo que a la clase poseedora conviene
que se piense.
Se adueñan de la sicología misma, la conducta,
los principios morales. Por ejemplo, el consumismo, el deseo
irrefrenable de comprar y el afán de consumir hasta la locura, es
inducido, pues para realizar la plusvalía el capital necesita
vender, vender lo más posible, aun cuando tales ventas no sean de
provecho para la sociedad o incluso cuando le perjudiquen, como las
drogas o los alimentos chatarra.
Por eso, en tanto el problema
toral de la propiedad no sea resuelto, será punto menos que
imposible resolver a plenitud todos los demás problemas sociales. Y
como adelantábamos al inicio, sólo cuando desaparezcan las
circunstancias históricas que en algún momento hicieron no sólo
posible sino necesario la aparición de la propiedad (sobre los
medios principales de producción, insisto), esta última
desaparecerá también y ya no habrá personas que gracias a ella
dominen la vida de otras. Sólo entonces el hombre será libre al
fin.
De todas formas, como fases intermedias, habrá que
limitar esa propiedad total mediante el reparto de la riqueza, pero
éste deberá ser ejecutado no por la benevolencia de los
propietarios o el buen corazón de los empresarios y los gobernantes
a su servicio, sino mediante la exigencia organizada y el poder de
los trabajadores mismos. Ellos, y sólo ellos, deberán ordenar el
mundo e imponer límites a los excesos del capital, hasta que a éste
le llegue su hora final, pero no aquella de la que hablaba el
economista Senior, sino su hora final histórica.
A manera de
epílogo, una traducción de la canción Imagine, de John Lennon:
“Imagina que no existen propiedades/ Me pregunto si puedes hacerlo/
No hay necesidad de codicia o hambre/ Una hermandad de la humanidad/
Imagina toda la gente/ Compartiendo todo el mundo”.
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