Omar Carreón Abud
Un
crimen o, más bien dos, que ocuparon durante varios días los
espacios principales de los medios de comunicación y que luego se
han retirado de ellos, más por una decisión del poder para
protegerse del descrédito que porque hayan sido resueltos,
encontrados sus autores materiales y sus autores intelectuales y
sujetos a proceso conforme a las leyes en vigor y, sobre todo,
puestas a la disposición de la ciudadanía sus causas y sus
implicaciones para evitar que se repitan y proliferen, todo eso digo,
ha contribuido a que se imponga como indispensable para la salud de
la nación, contestar lo que es ya gran inquietud social: bajo el
régimen morenista ¿existe el Estado de Derecho?
La ejecución
pública de Jimena Guzmán y de José Muñoz, que eran dos altísimos
funcionarios del Gobierno de la Ciudad de México que encabeza la
señora Clara Brugada y que dirigió durante los últimos seis años
la ahora Presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, en una de
las avenidas más transitadas de la capital, a un costado de una de
las líneas de tren urbano más atestadas del mundo y a una hora en
que la inmensa mayoría de la población se traslada a sus diarias
ocupaciones, no pudo ser silenciada y conmocionó a la opinión
pública. Más aún cuando se conocieron algunos detalles
escalofriantes como el hecho de que el autor material haya sido un
experto que hizo doce disparos en unos cuantos segundos y no falló
ninguno, se alejó caminando y contó con todo un operativo para
garantizar su huída.
Con todo eso, escrito con todo respeto a
sus familiares, amigos y compañeros, nadie puede decir que sean ni
los únicos ni pocos los crímenes violentos que se lloran, que
espantan y enferman, que minan severamente la confianza y la vida
productiva del país. Está ya muy claro que ha saltado por los aires
hecha pedazos la ocurrencia de los abrazos y no balazos y ha pasado a
consagrarse como una más de las grandes patrañas urdidas para
manipular a la población sufriente y treparse en el poder.
Evado
las estadísticas para no caer en la frialdad de los números, pero
todo mundo sabe que cada vez hay más homicidios en todo el país,
que cada vez hay más desaparecidos, tantos, que son ya frecuentes en
muchos sitios las manifestaciones de madres, de sombríos grupos
sufrientes que preguntan, investigan, excavan y quieren saber qué
pasó con sus hijos e hijas, sus maridos y familiares y nadie los
atiende en serio y les da respuesta. No sólo eso, la cantidad de
homicidios, de delitos espantosos que se mantienen sin castigo, no lo
ignoremos, ya aplastan la credibilidad de quienes tienen la
obligación legal de castigarlos y que ahora hasta presumen estar
construyendo un nuevo e impoluto sistema de justicia.
Los
miembros de la organización social que, con sus propios recursos e
ingentes esfuerzos, más promueve la cultura y el deporte y la
convivencia fraterna entre sus miembros y sus amigos, el Movimiento
Antorchista, no son la excepción. Todavía estamos esperando
justicia por el crimen brutal de Conrado Hernández Domínguez, de su
compañera Mercedes Martínez Martínez y del hijito de ambos,
Vladimir Hernández Martínez de seis años, perpetrado en
Chilpancingo, hace poco más de dos años. Importa, y siempre será
absoluta y completamente obligado, gritar que nunca, nadie en ninguna
parte, se ha atrevido a vincularlos con ninguna conducta ilícita ni
censurable siquiera; a los padres los mataron a golpes, a la criatura
la estrangularon, sólo por ser Antorchistas. El crimen permanece
impune y ninguna autoridad ha demostrado interés en castigar a los
asesinos.
“El Estado de Derecho –se dice en la página
oficial del Instituto Nacional Electoral– es un modelo de
organización de un país en el cual todos los miembros de una
sociedad se consideran igualmente sujetos a códigos y procesos
legales divulgados públicamente… Asimismo, refleja el ideal
democrático según el cual el poder político está limitado por el
Derecho: en otras palabras, un régimen en el cual las autoridades
actúan únicamente dentro de los márgenes establecidos por la ley y
su legitimidad depende, precisamente, de su apego a dichos límites
(Bobbio, 2015: 458) así como también las personas que viven en esa
comunidad respetan esas leyes”.
¿Es esto lo que ven y viven
los mexicanos? Sin ser jurisconsulto ni saber nada de Derecho, casi
cualquiera puede contestar, enojado o simplemente decepcionado, con
un contundente ¡no! Priva la ley… pero del más fuerte. ¿Por qué?
Coopero a contestar la pregunta: ¿Tienen razón los que sostienen
que el hombre es malo por naturaleza? ¿Tuvo razón Rubén Darío, el
poeta nicaragüense, cuando, hablando de Los motivos del lobo
escribió: “En el hombre existe mala levadura. Cuando nace, viene
con pecado”? No, no lo acepto, me inclino ante su poesía inmortal,
pero no lo acepto.
Soy de los que piensan que la conducta del
hombre se modela por la forma como produce sus satisfactores, que es
la actividad básica y permanente sin la cual no existiría. Pero
vivimos en una época en la que la elaboración de esos satisfactores
ha alcanzado una productividad insólita que posibilita que el ser
humano produzca un sobrante colosal que ya rebasa con mucho lo que
necesita para sobrevivir y desarrollarse y ese excedente gigantesco,
increíble, se lo apropia una exigua minoría de la población, la
que tiene en propiedad exclusiva los grandes medios de producción.
Vivimos, pues, en el régimen en el que ya no se produce para el
bienestar del hombre, para satisfacer sus necesidades materiales y
espirituales, sino para acrecentar hasta extremos monstruosos la
ganancia.
Sólo que ese desenfreno ha desembocado en el
monopolio. Solamente unos pocos pueden hacer las inversiones
indispensables para obtener las añoradas ganancias y, en
consecuencia, la entrada a los negocios redituables legales está
extremadamente restringida y explica el surgimiento y la
proliferación de las empresas o negocios ilegales y las extorsiones
en todas sus modalidades. Eso, por una parte, por la otra, para
enfrentar la competencia y no sólo mantener, sino acrecentar la
mencionada ganancia, se ha desatado desde hace tiempo un acelerado
proceso de maquinización de las empresas que ha eliminado a
multitudes de obreros o les ha impedido para siempre ingresar al
proceso productivo. A ello se añade la pavorosa propaganda que, en
los medios de comunicación tradicionales y, más recientemente, en
las llamadas redes sociales, exhibe millones de mercancías cuyo
consumo es, supuestamente, la felicidad al alcance de la mano, al
mismo tiempo que enaltece impúdicamente al régimen de la ganancia
como el mejor de los mundos posibles. Todo eso no corresponde a la
época del crecimiento y maduración del capitalismo, sino a su
decrepitud y bancarrota.
Por un lado, ha creado ambiciosos que
sueñan con pasar a ser de la clase capitalista y no pueden entrar en
ella, por el otro, un ejército industrial de reserva, es decir,
millones de obreros en la calle sin un sitio en el aparato
productivo. De ahí, de esa descomposición del sistema capitalista,
salen los elementos que ambicionan y cogen por la fuerza una parte de
la ganancia y los que, por un salario y con riesgo de su vida,
colaboran con ellos. Esa combinación explica la generalización de
los grupos delincuenciales. Sólo falta el ingrediente del Estado; la
mayoría de sus integrantes, por conveniencia o por temor, por acción
u omisión, colaboran.
Es, pues, el régimen de producción en
sus estertores al que hay que señalar. “La crisis –escribió
Antonio Gramsci– consiste en que lo viejo está muriendo y lo nuevo
no es capaz de nacer. Lo que resulta en el interregno es una enorme
variedad de síntomas mórbidos”. Ahí nos encontramos. ¿Qué
pueden hacer las mujeres y los hombres sencillos que viven de su
trabajo diario? Organizarse. Si bien es cierto que los modos de
producción en los que priva la explotación del trabajo ajeno han
convertido, como dijo Thomas Hobbes, al hombre en lobo del hombre, es
también, igualmente cierto y mucho más valioso, saber que, en
contrario, ha sido la colaboración, la solidaridad, la compasión,
la que ha hecho al hombre un gigante sobre la naturaleza y
posibilitado su evolución y existencia. Organizarse, aconsejarse,
ayudarse, protegerse, consolarse y, sobre todo, reclamar y exigir
unidos, es el camino. Así, más pronto que tarde, amanecerá.
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