Mariano
Cariño Méndez
El Estado mexicano ha perfeccionado un
doble discurso: por un lado, apoya la diversidad cultural en museos y
medios de comunicación; por otro, entrega los territorios indígenas
a las corporaciones transnacionales.
Algunos ejemplos son
reveladores: el 72 % de los conflictos socioambientales en México
ocurren en territorios indígenas (Red Mexicana de Afectados por la
Minería); en 2023 se otorgaron 342 concesiones mineras en zonas
indígenas sin consulta real (Cartocrítica); el Tren Maya, impuesto
sobre tierras mayas con pretextos “progresistas”, y la minería
“verde” en Wirikuta (territorio wixárika), donde empresas
canadienses extraen plata con permisos del gobierno.
Este
despojo no es casualidad, sino que responde a un modelo económico
basado en la explotación de los recursos naturales que resguardan
los pueblos ancestrales, favoreciendo inversiones extranjeras en
sectores energéticos, petroleros y mineros.
En la minería,
por ejemplo, el Estado otorga concesiones de exploración o
explotación del subsuelo, principalmente a empresas canadienses, que
controlan el 77 % de las concesiones extranjeras.
La situación
no sólo se queda en las prebendas que se otorgan a las grandes
transnacionales, sino que avanza al punto de no mejorar las
circunstancias en las que viven miles de habitantes de los pueblos
originarios.
La verdadera liberación de los pueblos comienza
cuando se transforma la base material en la que viven, y la única
manera de lograrlo es mediante acciones precisas que mejoren el
entorno en el que se desarrollan miles de mexicanos.
Se ha
vuelto común hablar de la importancia de los pueblos originarios, de
su gran riqueza cultural y de su lucha milenaria por conservar sus
tradiciones. Sin embargo, hasta el día de hoy, los esfuerzos han
sido insuficientes.
Aunque en el discurso oficial se diga lo
contrario, las comunidades indígenas siguen sumidas en el abandono.
Resulta absurdo que, en pleno siglo XXI, no gocen de derechos
sociales básicos ni de condiciones dignas de vida.
La razón es
clara: en lugar de ser tratados como sujetos de derechos, son
utilizados como objetos, como mercancía electoral. No basta con
romantizar su resistencia; hacen falta hechos que transformen su
realidad lacerante, garantizando mejores condiciones de vida.
Lejos
de mejorar, la deuda con las comunidades indígenas sigue creciendo.
En México hay 12.7 millones de personas indígenas, de las cuales
más del 40 % no satisface sus necesidades esenciales; el 69.5 % se
encuentra en situación de pobreza, de acuerdo con el Coneval, es
decir, unos 8 millones 827 mil personas. De estas, el 41.6 % está en
pobreza moderada (5 millones 283 mil) y el 27.9 % en pobreza extrema
(3 millones 543 mil). Estas comunidades ancestrales siguen padeciendo
saqueo, miseria y hambre.
Las cifras del Coneval revelan que su
principal carencia es el acceso a la seguridad social (78.2 %),
seguido de los servicios básicos de vivienda (57.5 %); falta de
acceso a la alimentación (31.5 %); rezago educativo (31.1 %);
calidad y espacios de la vivienda (28.5 %) y acceso a los servicios
de salud (15.4 %). Ante esto, ¿de qué sirve celebrar su cultura si
se les niega lo mínimo para vivir?
El 18 de mayo de 2025, el
Instituto Electoral y de Participación Ciudadana de Jalisco (IEPC)
realizó una consulta indígena en Bolaños, municipio de la región
norte del estado, donde el 29.3 % de sus 7 mil 043 habitantes vive en
pobreza extrema, el 25.4 % en pobreza moderada y el 14.5 % es
analfabeta.
Sus carencias más urgentes son agua potable,
drenaje y electricidad. ¿Acaso no es más prioritario resolver esto
antes que simulacros de participación política?
Si se quiere
honrar a los pueblos originarios, démosles una vida digna. Otros
municipios jaliscienses, considerados pueblos originarios, comparten
el mismo infortunio: en Mezquitic, el 53.2 % de la población vive en
pobreza extrema y el 26.9 % en pobreza moderada; el 24.7 % de su
población es analfabeta, no sabe leer ni escribir.
Sus
privaciones fundamentales son el acceso a la seguridad social y la
carencia por acceso a los servicios básicos en la vivienda.
Huejuquilla el Alto: 8.69 % de la población sufre pobreza extrema y
el 42.3 % pobreza moderada, y carecen de acceso a la seguridad
social, servicios de salud y presentan rezago educativo.
Por
último, Villa Guerrero, en donde el 10 % de su población padece
pobreza extrema y el 39.4 % pobreza moderada, junto con las carencias
de rezago educativo y el nulo acceso a la seguridad social.
Estos
municipios albergan a los pueblos wixárikas y nahuas. Se atiende en
el discurso, pero en los hechos se sigue relegando al subdesarrollo a
estos pueblos originarios.
Frente a esta realidad, los pueblos
originarios no necesitan discursos y consultas políticas sui
generis; exigen una justa distribución de la riqueza que se produce
en el país y que esta se vea materializada en la mejora de sus
condiciones de vida.
Mientras las autoridades correspondientes
instrumentalizan distintas votaciones para fines electorales,
millones siguen sin agua, comida, educación o salud digna. La
verdadera deuda histórica no se salda con consultas simbólicas,
sino con acciones concretas: inversión real, políticas
redistributivas y un modelo de desarrollo que los incluya. No hay más
tiempo que perder.
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