Abel Pérez Zamorano
La
ciencia económica ha establecido de manera, hasta hoy no refutada,
que la ganancia de los empresarios procede del tiempo de trabajo no
pagado al obrero, y hace mucho que se ha demostrado, igualmente, que
su incremento se logra prolongando la jornada, aumentando la
intensidad del trabajo o elevando la productividad. En distintas
formas, pero los tres mecanismos contribuyen a aumentar la ganancia
de los capitalistas y a una reducción proporcional de lo asignado al
trabajador.
Empresarios y economistas se han preocupado siempre
de cómo lograr no sólo aumentar el trabajo realizado por los
trabajadores, sino en los mecanismos para lograr que éstos acudan a
trabajar. En la antigüedad, a los esclavos se los conducía mediante
coacción extraeconómica, violenta, o a los siervos de la gleba,
sujetándolos mediante deudas al terrateniente. Cuando pretendían
escapar se les perseguía hasta capturarlos, como puede verse en el
desgarrador relato de Harriet Beecher Stowe en su célebre obra La
cabaña del tío Tom, refiriéndose a la esclavitud de
afrodescendientes en el sur de Estados Unidos.
Ciertamente, en
la actualidad la explotación ya no se basa (al menos
fundamentalmente) en métodos coercitivos extraeconómicos, por lo
que no vemos policías con perros llevando a los obreros encadenados
a las fábricas. Ahora, y así gustan de subrayarlo los economistas,
los trabajadores acuden “voluntariamente”, de pleno
consentimiento, sin que nadie los fuerce, con lo que la relación
entre empresario y trabajador aparece como un contrato voluntario,
donde ambas partes contratantes adquieren compromisos. Pareciera,
pues, que todo se ha vuelto civilizado y pacífico. Además, es
cierto que a los trabajadores, salvo casos excepcionales, no se les
obliga a trabajar con el látigo del cómitre.
Pero el error de
quienes a partir de ese cambio de formas infieren una modificación
esencial en la relación patrón-trabajador es que no reparan en que
por carecer de medios de producción propios este último, para
sobrevivir, no tiene más remedio que emplearse con quienes sí los
poseen; si los tuviera podría producir mercancías y venderlas.
Ofrecer su fuerza de trabajo a cambio de un salario no es entonces
más que una apariencia de libertad: su necesidad es ahora la fuerza
que le obliga. En la modernidad, el látigo de cuero ha sido
sustituido por el del hambre. Por todo esto, el tan pregonado
contrato libre en una pretendida relación de iguales no pasa de ser
mera ficción.
Igualmente, al interior de las fábricas la
violencia no es ya el mecanismo fundamental que pone en marcha el
engranaje de la producción: ha cedido su lugar a recursos cada vez
más sofisticados para poner a trabajar a los obreros y con mayor
intensidad, métodos más sutiles, científicos, como la motivación
o el empleo más frecuente del pago a destajo que “incentiva” al
trabajador a rendir más, haciendo depender la remuneración de la
cantidad de producto generado.
Otro mecanismo es la
“motivación” de los trabajadores, que ha dado lugar a toda una
especialidad: la llamada psicología industrial, muy empleada en la
administración de recursos humanos. Se estila, por ejemplo,
“motivar” a los obreros con el nombramiento de “el empleado del
mes”, recurso muy usado en negocios como restaurantes y hoteles;
por ese medio se induce a los trabajadores a realizar esfuerzos
extraordinarios con la esperanza de ganar el papelito que les otorga
tan “valorado” galardón. Aumenta así la intensidad del trabajo,
el esmero y el cuidado; los trabajadores procuran ahorrar energía y
materias primas, reducen tiempos de trabajo y ayudan a presionar a
todos sus compañeros para que hagan lo propio. El resultado: un
considerable incremento en las ganancias gracias a la reducción de
costos e intensificación del trabajo. De manera que si bien se puede
otorgar hasta un premio económico al trabajador ganador, todos los
demás han creado un valor adicional mil veces mayor.
También
se ha puesto en boga cultivar la “lealtad” a la empresa,
infundiendo en el trabajador un sentimiento de pertenencia y
compromiso con ella, incluso de por vida, sistema que ha rendido sus
mejores frutos y alcanzado su máxima expresión en la industria de
Japón, país donde se ha logrado incluso que haya obreros que
decidan continuar laborando en la misma fábrica aun cuando en otra
pudieran obtener mayores ventajas y, caso extremo, se ha llegado a
desarrollar en muchos de ellos, como en otros países, la llamada
“adicción al trabajo” (los workaholic).
Pareciera pues que
todo se ha tornado más suave y civilizado (aunque en la realidad
siguen existiendo muchos lugares donde el trabajo es tan brutal y
despiadado como en el Siglo XIX); que la explotación se ha atenuado;
que el actual es un capitalismo civilizado, coligiéndose de ahí que
las cosas tienden a mejorar para los pobres y que, por tanto, éstos
no deben esforzarse por cambiar el actual orden de cosas, pues se
supone que espontáneamente su situación tiende a mejorar. Sin
embargo, hay aquí un sofisma.
Efectivamente, ya no es lo común
obligar al trabajador a trabajar por la fuerza, pero éste es un
cambio sólo de forma en el mecanismo de coacción, que no modifica
la relación esencial entre patronos y trabajadores, y que la
explotación es hoy mucho mayor que antes, se hace patente en la
brutal acumulación de la riqueza en fortunas cada vez más grandes
en un número cada vez menor de potentados y en el empobrecimiento de
un mayor número de trabajadores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario