Víctor Manuel Mendoza Sánchez*
Al
acercarse a la Gran Pirámide de Giza, el tiempo parece disolverse.
Frente a ti se alza una mole de piedra ancestral, con más de 4.500
años de historia a sus espaldas. Construida hacia el 2570 a.C. bajo
el reinado del faraón Keops (también conocido como Khufu), esta
maravilla arquitectónica fue en su momento la estructura más alta
del mundo, alcanzando originalmente los 146 metros (hoy mide unos 138
por la erosión de la cúspide) y siendo la única de las 7
maravillas del mundo antiguo que aún se mantiene en pie. Está
compuesta por unos 2,3 millones de bloques de piedra, cada uno
pesando entre 2 y 30 toneladas, y alineada con una precisión
astronómica que aún hoy asombra a los ingenieros y genera cientos
de preguntas sobre su construcción.
Junto a ella, como un
centinela dormido desde hace milenios, se encuentra la Gran Esfinge,
tallada directamente en la roca del altiplano. Con cuerpo de león y
rostro humano, posiblemente el del faraón Kefrén, hijo de Keops, la
Esfinge ha sido símbolo de enigma y poder durante siglos. Su mirada
de piedra, erosionada por el viento y el tiempo, parece seguirte
mientras caminas por el complejo. Contemplar su perfil majestuoso con
las pirámides de fondo es un instante casi onírico, donde lo
mitológico se funde con lo real. Se dice que guarda secretos bajo
sus patas, cámaras aún no descubiertas o quizás, respuestas que
nadie está preparado para oír.
Se puede entrar al interior
de las tres grandes pirámides de Giza, que son: Keops, Kefrén y
Micerinos, aunque no siempre están abiertas al público al mismo
tiempo, y el acceso a ellas implica un costo adicional. La
experiencia es distinta en cada una, pero todas ofrecen una sensación
única: la de adentrarte en uno de los lugares más antiguos y
enigmáticos del mundo.
En esta aventura me tocó acceder al
interior de la Pirámide de Micerinos, que era la se encontraba con
acceso al publico ese día. Para lo cual se tuvo que pagar una
entrada extra de $280 libras egipcias que equivale aproximadamente a
$110 pesos mexicanos, sumados al costo de entrada general a la zona
arqueológica de Giza que vale $700 libras egipcias equivalentes a
$275 pesos mexicanos.
Me encuentro frente a la más pequeña
de las tres grandes pirámides: la de Micerinos, también conocida
como pirámide de Menkaura. Aunque su tamaño es más modesto
comparado con Keops y Kefrén, su presencia impone respeto. Tiene una
altura actual de 61 metros debido a la pérdida de su cubierta
superior, aunque originalmente pudo haber llegado a medir 65 metros y
tiene una base de 108.5 metros por lado. Los bloques de piedra caliza
oscura que aún revisten parte de su base le dan un aire distinto,
casi solemne. La entrada se sitúa unos metros por encima del nivel
del suelo, y debo subir por una rampa o unas escaleras improvisadas.
Al llegar, un pequeño pasadizo angosto me recibe. Me agacho
ligeramente para atravesarlo. El aire es denso, caliente, y tiene ese
aroma seco y pétreo que sólo los lugares sellados por siglos pueden
tener.
El corredor desciende suavemente, excavado directamente
en la roca, y la luz artificial parpadea a lo largo del trayecto. El
silencio es absoluto, salvo por el eco de mis propios pasos y la
respiración amplificada por las paredes de piedra. Después de
caminar en cuclillas por un pasillo algo claustrofóbico, llego a una
cámara más amplia: la cámara funeraria principal. Allí, en el
corazón de la pirámide, debía yacer un sarcófago de basalto
oscuro pero el lugar se encuentra vacío, ya que fue llevado a
Inglaterra, pero el barco que lo transportaba se hundió en el mar en
el año de 1838, cerca de Gibraltar. El techo es bajo y el ambiente,
aunque tranquilo, se siente cargado de historia. Estoy rodeado por
toneladas de piedra perfectamente alineadas de hace más de 4.000
años. No hay jeroglíficos, ni decoración en las paredes, la
austeridad de la pirámide de Micerinos contrasta con la riqueza
visual de las tumbas del Valle de los Reyes, pero eso mismo la hace
más enigmática. Es un silencio lleno de preguntas. Me encuentro en
el centro de una maravilla antigua. Y por un momento, parece que el
tiempo se ha detenido.
Salir de la pirámide es como nacer de
nuevo. Recorriendo un largo túnel en el que a lo lejos se visualiza
un rayo de luz. La luz del sol, el aire cálido de Giza, el bullicio
de turistas y camellos parecen irreales después del silencio eterno
del interior. Me alejo mirando hacia atrás, comprendiendo que no
solo estuve en una tumba, sino en el corazón mismo de una
civilización que desafiaba el olvido con piedra y eternidad. Y al
cruzar de nuevo la mirada con la Esfinge, uno no puede evitar
preguntarse: ¿qué secretos sigue custodiando este guardián de
enigmas bajo el sol implacable del desierto?
Napoleón
Bonaparte visitó Egipto en 1798 durante su campaña militar.
Fascinado por el poder y el misterio de las pirámides, pidió pasar
una noche solo, dentro de la Gran Pirámide. Al salir al amanecer,
pálido y en silencio, sus oficiales le preguntaron qué había
experimentado. Napoleón solo respondió: “Aunque os lo contara, no
me creerías.” Hasta el final de sus días, jamás reveló lo que
vivió esa noche. Algunos creen que tuvo una revelación, otros, una
visión. Quizás, simplemente sintió la misma opresión y maravilla
que aún sentimos hoy los que nos atrevemos a entrar, y al igual que
Napoleón jamás revelaré lo que mi cuerpo y mi alma sintieron y
experimentaron al estar en su interior.
*Consorcio del Capítulo Sur, de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario