lunes, 31 de octubre de 2016



Los cuerpos se buscan




I

Esa noche, en el abrazo, supo que la amaba. La ciudad entonces se detuvo. Las avenidas, donde autos cruzaban a gran velocidad, desaparecieron: la fuerza y el cataclismo que es toda urbe. Peces variables e iridiscentes (en sus escamas) pararon también: porque la noche dejó a los cuerpos en unión. La forma realizada, en la proximidad, abrió la fuente: peces saltaron por los aires y sobre una ola. Advenediza el agua alcanzó la calle hasta llegar al auto y a los seres en abrazo. Luego se dispersó.

La asfixia —ahora— hace a los peces dar saltos sobre el pavimento. Después, acostumbrados al aire que llega, les da una nueva vida apenas descubierta. Por la costumbre de su naturaleza no saben al comienzo erguirse y caminar. Pasado el asombro se levantan y echan a andar por las banquetas. Repentinos acomodan los sombreros en sus cabezas y alargan los pasos hacia la tienda más cercana y compran cigarrillos. Húmedos no adivinan en sus bolsillos el dinero a la hora del pago: dan al azorado dependiente una propina de sal. Se marchan.



Orondos, salen a las avenidas a dar un largo paseo. Las luces públicas alumbran sus rostros hasta hacerlos brillar en variadas formas. Enrojecidos los ojos por tantos días sin sueño se abren hasta mirar lo que a su paso se otorga por vez primera. Elevados árboles ofrecen rotundas sombras: marcan con mayor profundidad la noche.

Alternados los faros de los autos los iluminan hasta darles resplandor; luego retornan a la oscuridad. Las brasas de los cigarrillos forman una constelación. Son siluetas, son humos. Amplias estelas se forman hasta cubrir el espacio. Tardías llegan las mujeres-peces, se aproximan a ellos seductoras. Breves pasos hacia los habitantes del árbol.
El viento remueve a las sombras.
Conversan.

Aparecen burbujas de sus bocas, para luego descubrirse palabras: esferas volando por los aires hasta explotar en las ramas más altas. Algunas, sin encontrar obstáculos y ligeras, van a confundirse con las estrellas que, brillantes, realizan otra constelación.

Abajo las palabras abriéndose continuas para completar el encuentro. Se toman las manos, luego, para reanudar el paseo. Cruzan la avenida y un auto está a punto de cometer la masacre; mas —hábil— el conductor frena y los peces siguen el camino hasta alcanzar la acera. Silenciosas, una sonrisa amable en los labios, las mujeres-peces depositan el calor —ahora necesario— en los cuerpos.

Los peces remueven sus extremidades hasta alcanzar los delgados hilos en la cabeza de las mujeres-peces. Al poco tiempo encuentran los prados y el pequeño bosque. Se sientan en las bancas ocupando todo el espacio posible del jardín. Se hablan. Se acarician hasta volverse completamente humanos. Aparece —en este instante— en lo alto del cielo la luz de luna: les asombra mirarla. Llena en su totalidad, deja caer su resplandor sobre los cuerpos.

Los peces la contemplan hasta ser parte de ella. Pasado el tiempo retornan sus pasos. Hallan otro jardín. Y en el jardín una amplia fuente: se hunden en las aguas hasta desaparecer.


II


Después del baile los cuerpos se buscan.
El resistido roce de los labios, el movimiento de las manos, caminan hacia la tarde en que se conocieron. Pero ella no adivina: suspende la memoria en el instante del abrazo. Se embelesa, se abstrae en el tiempo: ocurren los hechos bajo las luces artificiales en la rotunda noche que se amplifica.

Nada saben: al paso de los autos por la avenida la ocupación de la memoria en otra parte. A la salida del salón de baile caminan un trecho. La ciudad está viva, fulgurante y deseosa de más. Pero ellos en el jardín detienen los pasos.

Maderamen de historias, arena del desierto en los ojos. Voces lejanas vienen hacia los cuerpos y se abren en frases alongadas; llegan supinas para armar la conversación, las explicaciones. Ella habla del dolor otorgado en antiguas relaciones, pero ya no desea el dolor. No más los sufrimientos. Nunca más los abandonos reiterados y las encarnizadas luchas consigo misma.

Ella viene de lejos para restañar las heridas y recuperarse de una enfermedad. Se aleja de la maldad de los seres oscuros porque busca la luz. Esa luz, de algún modo diría después —mucho tiempo después—, la había visto cuando se conocieron.

Sin saber nada de él, ella miró una luminosidad en su rostro mientras hablaba con los contertulios. Aquella vez —la vista los atrajo— él no supo sino recordar un reciente sueño donde había visto a una mujer llegar, a la mitad de la tarde, y se vistió de desnudez para calentar la soledad. La tarde en la que se conocieron —lo supo perfectamente— estaba sucediendo cuando ella partió, así sin más: una despedida, un hasta pronto.

La tarde de los contertulios, a la salida del viejo café del centro, él no hizo sino hablar y hablar de ella. De su sentir, de la atracción surgida hacia la mujer venida de pronto con el viento y la arena del desierto: vestida de un color solferino surgido del sol de la tarde.
Ella salió del café y una tormenta vino.

Pero ahora allí —en el jardín— la noche confunde la luz en sombras, porque en el salón de baile él había pretendido robar sus labios.

En medio del salón los cuerpos en deseo; o mejor: él concentrado en lo profundo del deseo. Largo y disfrutable el tiempo, el tiempo y el deseo: muy cerca los cuerpos como si la arena —en la tormenta— se uniera para ser una sola, para crear de fragmentos desunidos una roca, una piedra que al tiempo fuera brillante como la noche del baile.

Esa noche —ésta— los labios hacen resurgir las tribulaciones de antiguas historias, de informes ofrecidos en la madrugada cuando el frío —racimo de flores de hielo— hace temblar las manos. Las delicadas manos apenas tocadas a la hora del baile en el salón, donde la orquesta esparció los compases para brindar a los cuerpos el abrazo.

Ante la calle sola ahora se repite.

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