Víctor Hugo Prado
No
podemos permanecer callados ni omisos ante el trágico asesinato del
alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. El crimen, cometido durante el
festival de velas —en pleno acto público y ante numerosos
testigos—, es un mensaje de fuerza y desafío de quienes lo
planearon y ejecutaron. Es la brutal confirmación de que el crimen
organizado no teme exhibir su poder, ni siquiera frente a la mirada
colectiva.
Carlos Manzo se había convertido en un símbolo de
resistencia frente a la extorsión que padecen los productores de
aguacate en Michoacán. En su lucha pidió, una y otra vez, el apoyo
de los gobiernos estatal y federal, apoyo que nunca llegó. Su
propósito era claro: liberar a su gente del yugo del crimen.
Amaba
su tierra, su familia y su comunidad. Las imágenes captadas minutos
antes de su muerte, con su hijo en brazos, quedarán como un
testimonio imborrable de una causa que sigue abierta.
Manzo fue
un hombre apreciado por su pueblo. Rompió con la partidocracia y
ganó las elecciones de 2024 por la vía independiente, al frente del
Movimiento del Sombrero, una organización política surgida desde
abajo que logró al menos tres cargos de elección popular en
Michoacán. Con identidad propia, su figura creció, se volvió
mediática y representó una esperanza frente al poder delictivo.
Pero, sin respaldo institucional ni protección política, quedó
expuesto ante el mismo monstruo que enfrentaba.
Ante esta
tragedia, y tras el asesinato de siete alcaldes michoacanos desde
2021, ya no hay espacio para las evasivas. Basta de culpar a Porfirio
Díaz, a Miguel Alemán, a Calderón, a García Luna, a Peña Nieto o
a “la derecha”. Siete años de gobierno del actual proyecto son
suficientes para hacer corresponsables tanto a este sexenio como al
anterior. La impunidad no tiene ideología: solo cómplices y
víctimas.
Los michoacanos —víctimas directas del terror
criminal y de la omisión gubernamental— requieren acciones reales,
coordinadas y firmes entre los tres niveles de gobierno. Se necesita
inteligencia, legalidad, profesionalismo y valentía para enfrentar
la colusión entre autoridades y delincuentes. De no hacerlo,
Michoacán seguirá ardiendo en la violencia desbordada. Lo gritan
las calles de Morelia, donde jóvenes y ciudadanos claman: “Carlos
no murió, el gobierno lo mató.”
Esa indignación estatal, nacional e internacional debe transformarse
en una investigación transparente y en justicia plena para la
familia de Carlos Manzo y para todos los michoacanos que se niegan a
vivir de rodillas.

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