Abel Pérez Zamorano
El
6 de agosto de 1945, hace 80 años, fue arrojada la
bomba atómica sobre Hiroshima, y a los tres días se arrojó otra
sobre Nagasaki. En la explosión en Hiroshima murieron entre 90 mil y
166 mil personas (las estimaciones varían mucho), y en Nagasaki
aproximadamente 80 mil.
El sufrimiento no puede ser congelado
en una estadística, y fue inmenso. Ocurrieron en los años
subsiguientes incontables muertes por radiación, leucemia, lesiones,
quemaduras; se produjo además un gigantesco incremento en abortos
naturales.
La bomba atómica no fue necesaria para la
rendición de Japón, sino un acto de terror para exhibir el poder de
Estados Unidos y frenar la influencia soviética.
Como alguien
acertadamente dijo: la bomba sobre Hiroshima “no fue sólo un
crimen de guerra, fue un crimen contra la humanidad”. Desde la
fabricación misma de la bomba iniciaba una era del más alto riesgo
para la existencia de la humanidad.
La bomba fue fabricada en
un proyecto secreto desarrollado entre 1942 y 1945 en Los Álamos,
Nuevo México, dirigido por el físico neoyorquino Robert
Oppenheimer, profesor en la Universidad de California en Berkeley,
con el apoyo de varios científicos, entre ellos algunos escapados de
la Europa controlada por los nazis. Este es un ejemplo vivo del uso
de la ciencia para provecho del capital.
El argumento para
fabricar y arrojar la bomba fue primero enfrentar el riesgo de que
Hitler se adelantara a crearla y ganara la guerra, y después
“obligar a Japón a rendirse y así salvar vidas estadounidenses y
japonesas”. ¡Asesinar cientos de miles para salvar vidas!
Pero
existe sobrada evidencia de que Japón ya estaba en vías de
rendirse, habiendo perdido a sus aliados del eje fascista. El Tercer
Reich había dejado de existir. Alemania se había rendido el 9 de
mayo (en Europa dicen que el 8) y ya no podía crear la bomba. Japón,
pues, estaba agotado y aislado.
Como antecedente necesario, en
la conferencia de Yalta (febrero de 1945) la URSS se había
comprometido a declarar la guerra a Japón exactamente tres meses
después de la rendición de Alemania, plazo que se cumpliría el 8
de agosto; y Stalin lo hizo, para liberar territorios ocupados por el
Japón imperialista.
Pero Estados Unidos se adelantó, para no
permitir el triunfo de la URSS allá y que quedara como absoluta
vencedora en la guerra. Había que arrebatarle el mérito y frenar su
influencia en Asia. Para eso sirvió la bomba.
No por
coincidencia esta se arrojó sólo cuatro días después de la
Conferencia de Potsdam entre Stalin, Truman y Clement Attlee, y dos
días antes de la prometida entrada de la URSS en guerra con
Japón.
Se trataba, pues, de neutralizar la creciente
influencia mundial adquirida por la Unión Soviética, pues luego de
derrotar al poderoso ejército nazi ahora vencería al ejército
imperial japonés (que en 1945 tenía seis millones de soldados);
Japón se habría rendido ante la URSS, con todas las implicaciones
que ello acarrearía para el orden mundial de la posguerra.
En
esa dirección de hechos, el subsecretario de la Armada
estadounidense, Ralph Bird, dijo: “Pienso que los japoneses querían
la paz y ya habían contactado a los rusos y creo que a los suizos”
(El Viejo Topo, 6 de agosto de 2019). La bomba no era necesaria para
la rendición de Japón, y existe evidencia ampliamente
documentada.
Según informe del grupo de “Estudio de
Bombardeo Estratégico de Estados Unidos”, para estudiar los
ataques aéreos contra Japón: “Sobre la base de una detallada
investigación de todos los hechos y con el apoyo del testimonio de
los dirigentes japoneses involucrados, Japón se habría rendido
ciertamente antes del 31 de diciembre de 1945 y con toda probabilidad
antes del 1 de noviembre incluso si las bombas atómicas no se
hubieran lanzado […] El general (y después presidente) Dwight
Eisenhower —entonces comandante supremo de todas las Fuerzas
Aliadas, y el oficial que creó la mayor parte de los planes
militares de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial para Europa
y Japón— dijo: los japoneses estaban dispuestos a rendirse y no
era necesario atacarlos con esa cosa horrible” (ibid.).
En
iguales términos se expresó el general Curtis LeMay, de la Fuerza
Aérea. “La bomba atómica no tuvo absolutamente nada que ver con
el fin de la guerra” (ibid.).
Y entonces, ¿por qué la
lanzaron? Para mostrar al mundo el surgimiento de la superpotencia,
invencible, poseedora en monopolio (por el momento) del arma más
mortífera jamás creada. Fue un acto de terror para infundir miedo a
la humanidad entera. Y un disuasivo y una forma de contención para
la Unión Soviética.
Por eso tanta saña: había que causar
los mayores estragos posibles, para que no quedara duda de la
capacidad de matar alcanzada por Estados Unidos. “New Scientist
informó en 2005: nuevos estudios de los archivos diplomáticos
estadounidenses, japoneses y soviéticos sugieren que el principal
motivo de Truman fue limitar la expansión soviética en Asia.
Japón
se rindió porque la Unión Soviética inició una invasión unos
días después del bombardeo de Hiroshima, no debido a las bombas
atómicas en sí. Impresionar a Rusia era más importante que
terminar la guerra en Japón”, dice Mark Selden, historiador de la
Universidad Cornell” (ibid.). Era el inicio del recrudecimiento de
la Guerra Fría que ya venía de antes.
Con el bombardeo,
Estados Unidos quedó como el gran vencedor de Japón y ocupó el
país entre 1945 y 1952; lo desmilitarizó, y en 1947 le impuso una
constitución “redactada bajo supervisión estadounidense”, donde
Japón renunciaba a disponer de fuerzas armadas permanentes, y se
instauró una monarquía parlamentaria. En 1951, el “Acuerdo de
Seguridad Mutua” permitió a Estados Unidos instalar sus bases
militares. Actualmente hay 55 mil soldados estadounidenses
acuartelados en Japón.
El genocidio de Hiroshima tuvo una
poderosa cobertura mediática e ideológica para legitimarlo u
ocultarlo, logrando crear un estado de amnesia (o ignorancia)
colectiva, tanto en Japón como en Estados Unidos.
“En
Occidente se tiene la idea de que los japoneses guardan rencor contra
estadounidenses por las bombas atómicas, pero no es así […] El
problema es la ‘ignorancia’ de los hechos: el pueblo
estadounidense tiene un gran desconocimiento sobre su propia
historia, porque se la han ocultado, lo han engañado, por eso creo
que este pueblo, al igual que el japonés, ha sido víctima de sus
propios gobernantes” (Mito Kosei, sobreviviente, historiador y
ahora activista por la paz) (Red Voltaire, 9 de agosto de 2009).
Y
la campaña de ocultamiento sigue: António Guterres, secretario
general de las Naciones Unidas, en su discurso de aniversario de
Hiroshima no mencionó a Estados Unidos como autor. Grotesco si no
fuera trágico.
El sistema educativo japonés ha diseñado una
política metódicamente calculada para silenciar los hechos.
“Contrariamente a otros aspectos y periodos de la historia de
Japón, que sí aparecen en los exámenes de ingreso, la guerra [del
Pacífico] raramente se cruza en el camino de los estudiantes. El
resultado es, entre los jóvenes japoneses, no tanto el olvido como
la ignorancia de las causas del conflicto y de la lógica política
que condujo a él […] Es necesario comprender los orígenes de esta
amnesia organizada” (Émilie Guyonnet, Le Monde Diplomatique, abril
de 2007).
Pero el lanzamiento de la bomba no es cosa del
pasado. Es de gran actualidad, pues subsiste el imperialismo y su
afán de dominio global, causa profunda de las guerras. La amenaza
nuclear pende sobre el mundo, exacerbada ahora con el neonazismo en
Estados Unidos, Israel y la Unión Europea, que se están armando
hasta los dientes y colman de pertrechos militares al régimen
ucraniano.
Esa pandilla criminal instiga la guerra mundial,
específicamente contra Rusia y China. Al expandirse hacia el Este,
la OTAN ha venido hostigando a Rusia y provocándola.
En
conclusión, mientras haya imperialismo habrá guerras, pues le son
inherentes como medio extremo de la irrefrenable expansión del
capital, una vez saturados los limitados mercados nacionales, como
consecuencia del desaforado desarrollo de las fuerzas
productivas.
De ello se colige que, para conjurar el riesgo de
las guerras, incluida obviamente la nuclear, debe atacarse el
problema de manera sistémica, esto es, eliminando el imperialismo,
lo que exige como condición la toma del poder por los trabajadores,
tanto en las naciones pobres como en los países ricos.
La
clase trabajadora en el poder es la única garantía segura de paz en
el mundo. Así pues, la guerra nuclear no es una fatalidad. Puede ser
conjurada.
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