Omar Carreón Abud
Son aterradoras las imágenes de
los soldados, marines o policías o lo que sean según la
clasificación que difundan sus patrones, pues, literalmente, están
armados hasta los dientes. Cualquiera diría que se trata de una
película de ciencia ficción en la que sabios apocalípticos han
creado un ejércitXo de robots manejados a distancia para masacrar al
género humano; pero no, se trata simple y sencillamente de los más
nuevos grupos represivos que han creado los plutócratas de Estados
Unidos (EE. UU.) para espantar y someter a la clase trabajadora de
ese país nuestro vecino.
Hasta no hace mucho tiempo, EE. UU.
la dragoneaba de modelo mundial de nivel de vida, cultura y
libertades. Todavía andan por ahí en las librerías de viejo los
textos para estudiar el idioma inglés en cuyas páginas aparecía la
familia que proclamaba y presumía esa sociedad: el papá, la mamá,
un hijito, una hijita, claro, todos de raza blanca, sanos, muy bien
vestidos, no pocas veces de atuendo dominguero, todos sonrientes,
felices, un flamante vehículo al lado, un perro y con una envidiable
casa de fondo. El mundialmente famoso American Way of Life, el modo
de vida norteamericano.
¿Cuántos miles de millones de
asiáticos, africanos y latinoamericanos miraron tan deslumbrantes
imágenes, porque además se difundían en la televisión, en el cine
y en revistas asombrosamente ilustradas con tiradas de millones que
se esparcían por todo el mundo, y llegaron a soñar ese idílico
modo de vida para ellos o por lo menos para sus hijos? No sospecharon
siquiera que atrás y debajo de esa realidad de muy pocos, estaba la
matanza, el robo, la esclavización y el llanto de incontables
individuos a los que se les arrebataban sus recursos y se les ponía
a laborar para engrandecer a una ínfima minoría que tiraba migajas
para una parte de la población norteamericana con el fin de
mantenerla sumisa y tomarle fotografías.
Ésta era la verdad.
Y sigue siendo. EE. UU. es un país de migrantes, desventurados que
huían del hambre, las enfermedades y las guerras tratando de
encontrar una vida mejor y, de otros, arrancados brutalmente de sus
aldeas en hechos que algún día deberán avergonzar a la humanidad.
Establecidos los colonos británicos, holandeses y españoles, sus
élites terratenientes, entre 1619 y 1808, emprendieron la compra
cómplice de millones de seres humanos cazados violentamente en
África y trasladados en los pavorosamente célebres barcos negreros;
a mediados del Siglo XIX llegaron los irlandeses que huían de la
gran hambruna; los chinos, poco después, que fueron esclavos
asalariados para la construcción de los ferrocarriles, íntimamente
ligados a la circulación masiva de recursos naturales y mercancías
característicos del desarrollo capitalista.
Los pobres de
México, por su parte, no deberán olvidar jamás que sus gobiernos
colaboraron activamente en la exportación de sus abuelos y sus
padres, arrancados para siempre de sus seres queridos, durante un
tiempo, mediante el convenio llamado “programa bracero”, luego,
durante décadas y hasta ahora, sin ninguna protección ni programa,
escurriéndose por la alambrada o errando por el desierto. Tal vez
nunca, en ninguna parte del mundo, volverá a existir ninguna otra
economía, como la de EE. UU., en la que se vea tan clara y
nítidamente cómo es la fuerza de trabajo del hombre, su energía e
inteligencia, la única capaz de producir la riqueza colosal que
acumulan unos cuantos aventajados.
Sólo que ahora, los
capitalistas, en su trastornado afán de búsqueda de ganancia
originada en el tiempo de trabajo no pagado, han maquinizado
frenéticamente sus empresas, creando masas inmensas de seres humanos
que ya no son ocupables en ellas y, no conformes con ello, las han
trasladado a otros países en busca de fuerza de trabajo todavía más
barata, ocasionando en EE. UU. una severa desindustrialización.
Donald Trump, el representante en turno de las élites, quiere
arrojar del territorio de EE. UU., pues, precisamente, a la parte más
vulnerable de la clase obrera que ha enriquecido internamente a los
poderosos capitalistas norteamericanos. Con el pretexto de que no
tienen documentos de residencia legal que otorga por su entera
voluntad y sin estar sujeto a ninguna ley ni compromiso el gobierno
de ese país, los expulsa de manera fulminante; si tienen empleo,
abre espacio para que lo ocupen otros a los que no puede expulsar tan
fácilmente, si no lo tienen, reduce los ínfimos gastos en obras y
servicios que tiene que hacer el gobierno en ellos.
Ésos son
los perseguidos, aunque no son, valga la aclaración, la mayoría de
los que han salido a la calle a protestar para tratar de defenderse
un poco de los feroces policías que los acosan en sus casas, en sus
empleos o camino a ellos. Digo que no son, porque el modelo universal
de las libertades y los derechos civiles, pisoteando sus más
sagrados principios, procedería a encarcelarlos inmediatamente si se
atrevieran a salir a la calle a manifestar, aunque fuera sumisamente,
su derecho a inconformarse con la persecución, para ellos no existe
el derecho a expresarse libremente consagrado en la Primera Enmienda
a la Constitución. No son ellos, pues, los que han salido a la calle
a protestar en Los Ángeles, California, son, según ha trascendido,
principalmente sus hijos que ya nacidos allá durante el largo
cautiverio laboral, tienen los papeles necesarios para ser apenas
considerados norteamericanos. La vieja y conmovedora solidaridad con
los ancianos que parecía ya extinta, vuelve a renacer impulsada
duramente por las atrocidades del capital.
Difícilmente se
pudo haber hallado otro sitio mejor para ilustrar al mundo acerca del
abuso inconmensurable, por un lado, y la corta paga recibida, por el
otro. El estado de California alberga a casi una cuarta parte de los
11 millones de inmigrantes indocumentados en EE. UU. y su Producto
Interno Bruto, como Estado de la Unión, creado por esa formidable
fuerza de trabajo, buena, sufrida y barata, lo ha colocado como la
cuarta economía del mundo, adelante de Japón, la India y el Reino
Unido. Difícil de creer.
Ahora, puesto que los trabajadores de
origen mexicano y de otros países latinoamericanos, están
plenamente conscientes de que se trata de su vida entera y de que lo
poco que han logrado se quedará atrás y serán aventados a sus
países prácticamente con lo que lleven puesto, las protestas han
brotado ya, además de en Los Ángeles, en otras ciudades de la Unión
Americana. “Desde Seattle hasta Austin y Washington D.C., los
manifestantes han coreado consignas, han mostrado pancartas contra el
Servicio de Inmigración y Control de Aduanas y han causado
embotellamientos en avenidas del centro de distintas ciudades y
frente a oficinas federales” (El Universal, 10 de junio). Protestas
a las que, en las últimas horas, se añadieron Dallas, Texas;
Chicago, Illinois; Boston, Massachussets y la capital, Washington,
D.C. más lo que se acumule en los próximos días.
Más claro
no canta un gallo, decimos en México. Eso es lo que ofrece el modo
de producción capitalista decadente. Más allá de las palabras
bellas, para ese sistema, la fuerza de trabajo, es úsese y tírese.
No cabe ya la duda. Aquí en nuestra patria, en concordancia, se
opera, desde hace años, para que la merecida jubilación la pague el
propio trabajador con sus magros ahorros que llevan el seudónimo
elegante de Afores, y el régimen obradorista-morenista no sólo no
ha hecho nada para revertir la maniobra, sino que, mediante ayudas
del “bienestar,” desalienta y combate cualquier intento de
obligar al capital a entregar jubilaciones justicieras.
¿Y
ante la madriza que les están propinando los soldados con armadura a
nuestros paisanos, qué hace nuestro gobierno? ¿Emprende un gran
proyecto de inversión para crear empleos y que regresen o dejen de
marcharse, aumentando, por ejemplo, los impuestos que pagan aquí los
superricos? Ni por pienso. Para ayuda y consuelo de nuestros
migrantes de toda la vida y sus familias, la Presidenta de la
República, sin demostrar que los autores son los migrantes y sus
hijos y sin tomar en cuenta que puede haber infiltrados a sueldo,
declaró que “la quema de patrullas parece más un acto de
provocación que de resistencia”. Afirmo y sostengo que esas
palabras no sólo no ayudan en nada a los sufridos migrantes
mexicanos, los denigran arteramente y hacen más difícil y peligrosa
su lucha, reduciéndolos a simples instrumentos de oscuros intereses.
Eso es lo que ofrece el capitalismo de allá y el de acá a los
trabajadores. Ésa sí es una ideología económica y política
prácticamente extinta.
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