Fernando G. Castolo*
En un mundo
multicultural que invita a una reflexión profunda sobre la verdadera
dimensión de los personajes que han forjado nuestro espacio y
nuestro tiempo, debemos detener la marcha para evidenciar lo único y
trascendente.
Así, andando por estos caminos maltrechos, se
llega a un oasis en el que se reconforma la placidez del espíritu,
en el regazo de mujeres y hombres que ofrecen con humildad la
orientación necesaria para llegar airosos a nuestro destino.
Yo
he tenido el privilegio de haber sido asistido por estos personajes,
ángeles humanizados que pregonan con la palabra y el ejemplo, que
son entes numinosos que emiten el vigor de la luz tenue en las
mañanas que gozan de una atmósfera de claridades.
Lo veo,
estoico, con aquella regia personalidad que irradiaba solemne en
espacios sembrados de oscuridades. Su voz canóniga era la de un
esteta que se dedica al gozo de dar, de darse a raudales, a las
juventudes extraviadas que desean llegar a la Tierra
Prometida.
Diciembre de 1997. Una noche helada nos hizo
coincidir en Zapotlán el Grande para inaugurar el Museo de Historia
Natural. Eva Ponce de Barajas me lo presenta y me recomienda
afanosamente. Un “Pero cómo no, claro que sí Evita…”, emanó
entusiasta y cordial de la voz de don Federico. Eva era hija de
Esperanza Valdovinos, una mujer de calidades intelectuales nativa de
Sayula.
Pronto depositó en mis manos documentos: una breve
historia de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística de
Jalisco (BSGEEJ), así como los Estatutos de la misma institución
científica y cultural y, por supuesto, la respectiva hoja de
registro con mis generales.
Como un padre, me llevó de la mano
en toda la tramitología y me instó a que presentara lo antes
posible el proyecto de trabajo de ingreso. Me incorporaría al
Capítulo Sur, fundado por él mismo trece años antes. Finalmente,
la ceremonia se planeó en la Casa de la Cultura de Ciudad Guzmán,
al medio día del 15 de agosto de 1998. Don Federico ofreció la
respectiva respuesta al texto que sobre la historia del viejo molino
de harina de trigo, localizado en Las Peñas, leí, felicitándose él
mismo por esta adhesión al colectivo.
En conjunto con Juan
Vizcaíno, su gran amigo, me unieron a sus proyectos y travesías.
Mes a mes me invitaban a asistir a las reuniones de la Directiva de
la Benemérita Sociedad. Me presentaban como un igual ante los
distinguidos consocios: Enrique Varela, Enrique Estrada, José Muro
Ríos, Magdalena González, Gabriel Anguiano, Juan Toscano, Otto
Schöndube, y una interminable camada de ilustres mujeres y hombres
que han sido el motor intelectual de Jalisco.
Muy pronto don
Federico percibió, con esa sensibilidad que le caracterizaba,
ciertas fragilidades en mi personalidad; entonces, depositó en mis
manos un breve libro intitulado El arte de la Guerra. Lo leí
pero no lo comprendí. Hoy, a años de distancia, veo que don
Federico, con esa acción, definió los rasgos de lo que soy y
represento. No recuerdo si alcancé a darle las gracias.
Antes
de partir, a través de Salvador Encarnación, supe que quería
hablar conmigo… Yo me encontraba ausente del colectivo por
situaciones personales. Me comuniqué con él y agendamos una cita
para coincidir. Elegimos el soberbio restaurante “La Frambuesa”
del Hotel Gran Casa Sayula. Me dijo que invitara a quien
deseara.
Sabiendo el objeto de la reunión, invité al entonces
Secretario de Ayuntamiento, Higinio del Toro Pérez, así como a
nuestro mutuo y dilecto amigo don Vicente Preciado Zacarías. Ahí,
con esos testigos de honor, depositó en mis manos un grueso
encuadernado que contiene periódicos decimonónicos de Ciudad
Guzmán. Me dijo que esos documentos no tenía caso que él los
conservara, dado que estaría privando de una parte vital de la
historia a Zapotlán el Grande. Así de grandes eran sus acciones en
beneficio de esta región Sur de Jalisco.
Fue la última vez
que lo vi…
Veo su casa: un gran patio cobijado por tres
corredores aportalados. Ahí el agua fresca y las galletas recién
horneadas adornaban su ónfalo, mientras su anfitrión compartía
emotivas charlas cargadas de anécdotas que redimensionaban su gran
estatura humana y humanizada.
Veo su estudio: simultáneos
cuartos que albergan infinidad de libros y papeles en estantes,
escritorios e islas apiladas, sobresaliendo su pulcro fichero sobre
episodios, espacios y personajes regionales…
Finalmente, lo
veo a él: su mirada profunda de ojos claros tras de las gafas; su
tez blanca manchada por los años; su sonrisa franca y sus modos
afables para referir acciones de sus semejantes, con un respeto que
cautivaba.
Don Federico Munguía Cárdenas es un personaje más
que de su tiempo y más que de Sayula. Su vida y su obra han
trascendido lo circunstancial… Es un hombre manso que nos hizo
entender y atender la historia de nuestra enigmática geografía: la
de los volcanes, la de las pitayas, la de los equipales, la de las
cajetas… La tierra pródiga de José Clemente Orozco, de Blas
Galindo, de Arcadio Zúñiga, de Consuelito Velázquez, de Juan José
Arreola y, por supuesto, de nuestro gran Juan Rulfo.
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