lunes, 19 de mayo de 2025

Tras los pasos de Federico Munguía: una perspectiva personal


 



Fernando G. Castolo*



En un mundo multicultural que invita a una reflexión profunda sobre la verdadera dimensión de los personajes que han forjado nuestro espacio y nuestro tiempo, debemos detener la marcha para evidenciar lo único y trascendente.


Así, andando por estos caminos maltrechos, se llega a un oasis en el que se reconforma la placidez del espíritu, en el regazo de mujeres y hombres que ofrecen con humildad la orientación necesaria para llegar airosos a nuestro destino.

Yo he tenido el privilegio de haber sido asistido por estos personajes, ángeles humanizados que pregonan con la palabra y el ejemplo, que son entes numinosos que emiten el vigor de la luz tenue en las mañanas que gozan de una atmósfera de claridades.

Lo veo, estoico, con aquella regia personalidad que irradiaba solemne en espacios sembrados de oscuridades. Su voz canóniga era la de un esteta que se dedica al gozo de dar, de darse a raudales, a las juventudes extraviadas que desean llegar a la Tierra Prometida.

Diciembre de 1997. Una noche helada nos hizo coincidir en Zapotlán el Grande para inaugurar el Museo de Historia Natural. Eva Ponce de Barajas me lo presenta y me recomienda afanosamente. Un “Pero cómo no, claro que sí Evita…”, emanó entusiasta y cordial de la voz de don Federico. Eva era hija de Esperanza Valdovinos, una mujer de calidades intelectuales nativa de Sayula.

Pronto depositó en mis manos documentos: una breve historia de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística de Jalisco (BSGEEJ), así como los Estatutos de la misma institución científica y cultural y, por supuesto, la respectiva hoja de registro con mis generales.





Como un padre, me llevó de la mano en toda la tramitología y me instó a que presentara lo antes posible el proyecto de trabajo de ingreso. Me incorporaría al Capítulo Sur, fundado por él mismo trece años antes. Finalmente, la ceremonia se planeó en la Casa de la Cultura de Ciudad Guzmán, al medio día del 15 de agosto de 1998. Don Federico ofreció la respectiva respuesta al texto que sobre la historia del viejo molino de harina de trigo, localizado en Las Peñas, leí, felicitándose él mismo por esta adhesión al colectivo.

En conjunto con Juan Vizcaíno, su gran amigo, me unieron a sus proyectos y travesías. Mes a mes me invitaban a asistir a las reuniones de la Directiva de la Benemérita Sociedad. Me presentaban como un igual ante los distinguidos consocios: Enrique Varela, Enrique Estrada, José Muro Ríos, Magdalena González, Gabriel Anguiano, Juan Toscano, Otto Schöndube, y una interminable camada de ilustres mujeres y hombres que han sido el motor intelectual de Jalisco.





Muy pronto don Federico percibió, con esa sensibilidad que le caracterizaba, ciertas fragilidades en mi personalidad; entonces, depositó en mis manos un breve libro intitulado El arte de la Guerra. Lo leí pero no lo comprendí. Hoy, a años de distancia, veo que don Federico, con esa acción, definió los rasgos de lo que soy y represento. No recuerdo si alcancé a darle las gracias.

Antes de partir, a través de Salvador Encarnación, supe que quería hablar conmigo… Yo me encontraba ausente del colectivo por situaciones personales. Me comuniqué con él y agendamos una cita para coincidir. Elegimos el soberbio restaurante “La Frambuesa” del Hotel Gran Casa Sayula. Me dijo que invitara a quien deseara.

Sabiendo el objeto de la reunión, invité al entonces Secretario de Ayuntamiento, Higinio del Toro Pérez, así como a nuestro mutuo y dilecto amigo don Vicente Preciado Zacarías. Ahí, con esos testigos de honor, depositó en mis manos un grueso encuadernado que contiene periódicos decimonónicos de Ciudad Guzmán. Me dijo que esos documentos no tenía caso que él los conservara, dado que estaría privando de una parte vital de la historia a Zapotlán el Grande. Así de grandes eran sus acciones en beneficio de esta región Sur de Jalisco.

Fue la última vez que lo vi…





Veo su casa: un gran patio cobijado por tres corredores aportalados. Ahí el agua fresca y las galletas recién horneadas adornaban su ónfalo, mientras su anfitrión compartía emotivas charlas cargadas de anécdotas que redimensionaban su gran estatura humana y humanizada.

Veo su estudio: simultáneos cuartos que albergan infinidad de libros y papeles en estantes, escritorios e islas apiladas, sobresaliendo su pulcro fichero sobre episodios, espacios y personajes regionales…
Finalmente, lo veo a él: su mirada profunda de ojos claros tras de las gafas; su tez blanca manchada por los años; su sonrisa franca y sus modos afables para referir acciones de sus semejantes, con un respeto que cautivaba.

Don Federico Munguía Cárdenas es un personaje más que de su tiempo y más que de Sayula. Su vida y su obra han trascendido lo circunstancial… Es un hombre manso que nos hizo entender y atender la historia de nuestra enigmática geografía: la de los volcanes, la de las pitayas, la de los equipales, la de las cajetas… La tierra pródiga de José Clemente Orozco, de Blas Galindo, de Arcadio Zúñiga, de Consuelito Velázquez, de Juan José Arreola y, por supuesto, de nuestro gran Juan Rulfo.


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