Víctor Hugo Prado
Mientras
usted y yo celebrábamos las fiestas patrias con motivo del Grito de
Independencia y, al día siguiente, conocíamos las aberraciones
cometidas por algunos gobernantes al mencionar a nuestras heroínas y
héroes —como llamar “Josefa Ortiz de Pinedo” a la corregidora
Josefa Ortiz de Domínguez—, la presidenta de la República enviaba
al Senado una iniciativa para modificar la Ley de Amparo, de vital
importancia para la vida democrática de las y los mexicanos.
El
juicio de amparo es, desde el siglo XIX, el mecanismo más sólido de
protección constitucional en México. Fue diseñado para
salvaguardar los derechos fundamentales de las personas frente a
actos de autoridad arbitrarios, y se convirtió en una herramienta
reconocida internacionalmente como una aportación mexicana al
derecho universal. Gracias al amparo, millones de ciudadanos han
podido detener abusos de los poderes públicos y defender libertades
básicas.
Académicos, jueces y expertos en derecho
constitucional han advertido que la iniciativa presentada no busca
fortalecer la protección ciudadana, sino blindar al gobierno frente
a reclamos legítimos. En la práctica, se transformaría en una ley
“progobierno”, debilitando la defensa de derechos humanos y
restringiendo la suspensión de actos de autoridad. Esta figura de
suspensión es crucial porque impide que los derechos de una persona
sean vulnerados mientras se resuelve un juicio. Limitarla equivale a
dejar indefensos a los ciudadanos en el momento más crítico.
Los
impulsores de la reforma sostienen que buscan dar mayor certeza
jurídica y establecer límites más claros sobre cuándo procede una
suspensión. Afirman que hoy “no hay límites”. Sin embargo, la
lógica del amparo es precisamente lo contrario: proteger al
ciudadano en situaciones de riesgo, incluso si después un juez
determina que no tenía la razón. Por ejemplo, si un hospital
público niega atención médica, la suspensión permite que el
paciente reciba el servicio de inmediato, sin esperar años a que se
resuelva el litigio. Lo esencial es que la persona no pierda su
derecho en el camino.
Otro aspecto preocupante es la
restricción al interés legítimo, que hoy permite a organizaciones
y colectivos defender derechos colectivos como el agua, el medio
ambiente o la salud pública. La reforma propone limitar esa facultad
únicamente a quienes acrediten un interés jurídico directo,
dejando a la sociedad en general sin herramientas para reclamar
abusos que afectan a todos.
En suma, esta reforma no representa
un avance, sino un retroceso histórico. Pone en entredicho garantías
que costaron siglos de luchas sociales y que son la base del Estado
de derecho. Si se aprueba, derechos fundamentales como la salud, la
libertad, el patrimonio e incluso la vida misma podrían quedar
desprotegidos ante el poder del gobierno.
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